viernes, 2 de septiembre de 2011

¿Cómo coño es que ya estamos en septiembre?

¡Ah! ¡Hola! ¿Qué hacéis por aquí? No, normalmente no llevo estas pintas, pero es que estoy barriendo las telarañas. Y, sí, ya sabemos todos que yo soy un aracnofóbico y que en la vida real jamás osaría limpiarlas no sea que alguna de sus habitantes se me cayera encima pero este es mi blog, todo lo que cuento aquí es mentira y hago lo que me da la gana.

El verano ha pasado por mí como si no hubiera existido. Hoy he ido por primera vez al intsituto y resulta que me ha dado la impresión de que había ido el día anterior y no sé si pensar que es algo triste o alegre.

Como podéis comprobar por la ausencia de entradas y por lo insulso de mi escritura hoy, no he parado. Eso está bien, pero para mí el verano siempre ha sido una época larga, infinítamente larga, en la que me daba tiempo a aburrirme. Así que supongo que el aburrimiento era algo que me podía permitir antes, porque si algo ha pasado este verano es precisamente eso: no me he aburrido.

Así que, por la parte literaria, que es la que nos interesa porque dudo que os interese saber el estado de mi herida en la pierna, fruto de un cirujano malvado que se empeñó en quitarme un lunar y que me ha tenido cual vampiro sin poder ponerme bajo el sol (aunque, todo sea dicho, yo huya del sol...).O tampoco creo que os interese saber lo mal que comí en Irlanda y los kilos que engordé durante el crucero por el Adriático.O que sigo sin un euro.

O que, durante la boda de unos amigos, perdí los pantalones. Literalmente, no en sentido figurado ni sexual que aquí nos conocemos todos. Es decir, que cuando fui a abrir la funda del traje a doscientos kilómetros de mi casa y a una hora escasa de la boda, resulta que los pantalones ya no estaban allí (y yo lo había revisado a conciencia antes de salir de casa). No llevaba más que unas calzonas hawaianas así que, como era de esperar, cundió el pánico. Mucho. Pero hete aquí que las tiendas de pueblo todavía abren los sábados por la tarde y yo no puedo estarle más agradecido al señor Marcelo, de Modas Marcelo, por que también entrara en pánico (según sus palabras: «¡Dios mío! ¡Un pantalón! Para ti y yo sin modista y con tu metro y medio habrá que cogerte el bajo!» a lo que yo le respondí si realmente creía que a mí me importaba que los pantalones me quedaran largos) y por que, finalmente, junto a veinte alfileres por pernera, yo pudiera ir a la boda dignamente vestido.

O que durante mi viaje a Irlanda, la alarma de incendios del hotel sonara a las dos de la mañana y comenzáramos a gritar como damiselas en el vestuario femenino ante la visita de un mirón a pesar de que fuera una falsa alarma y que, después del susto,a mi novia le dio por darme ideas para cuentos de terror que nos dejó a os dos sin pegar ojo durante toda la noche. Jamás un hotel dio más miedo que en sus palabras.

Supongo que no os interesará nada de eso y que lo que os interesa es lo que he escrito durante este verano y las conclusiones (seguramente absurdas) a las que habré llegado. Pero, dado que probablemente hayáis perdido el hábito de pasaros por este blog, y dado que estoy leyendo a George Martin, el maestro del cliff-hanger por excelencia y estoy aprendiendo mucho de él y de sus maneras de putear a sus lectores, mejor os cuento todo eso en la próxima entrada.

Que será en breve.

(la audiencia se ríe y se atraganta y se asfixia y se muere)

La entrada de hoy está dedicada, por supuesto, a Adhara, cuyas preguntas capciosas siempre dan donde más duele, como nuestra conversación de ayer:

Adhara: ¿Por qué no posteas?
Un compungido Fer: Porque no tengo cerebro.
Adhara: ¿Desde cuándo eso es una excusa para no postear?

Y me pilló. Vaya si me pilló. Si ella supiera que tuve que empeñar mi cerebro este verano para poder viajar...

sábado, 11 de junio de 2011

Atención: pregunta

Tengo una novela (vestida de azul) que me trae por la calle de la amargura. Y no es una frase hecha. Es, literalmente, lo que me produce cada vez que me planteo retomarla.

Probablemente, de las seis que he escrito, es el trabajo que más me ha costado. Por su profundidad, por las cosas que quiero decir con ella, por sus personajes, complejos, difíciles, diferentes a mí y entre sí... creo que nunca me había enfrentado a algo tan difícil. Y, claro, por eso me amarga, porque no sé si es que no tengo la suficiente experiencia o el talento como para contarla bien. Es raro, porque creo que la solución está ahí, detrás de mi cabeza, en algún sitio al que no puedo acceder y me enerva pensar que no voy a encontrarla nunca o que voy a encontrarla cuando ya sea demasiado tarde.

Evidentemente, estoy hablando de Equilátero.

Creo que no es un problema de estilo, creo que no es un problema de trama (al menos, no ahora que creo saber lo que falla al respecto). No sé qué es pero me aterra pensar que su problema sea la narración porque eso significa no solo tener que planteármela desde el principio, sino plantear toda (absolutamente toda) su estructura narrativa desde el principio. Lo que significaría que entonces la novela no sería Equilátero sino otra.

Ya sabéis la importancia que le doy yo a los cimientos literarios, vaya.

Hace poco me he planteado reorganizarla y creo saber por dónde tienen que ir los tiros. Todavía tengo que hacer un serio trabajo de redacción y de pulido. He tratado de reducirla a su núcleo y de tener cerca de 350 páginas, ahora mismo tiene 180 (con cosas por añadir todavía pero que han cambiado de punto de vista). Y yo tengo un vértigo gigante porque, ahora mismo, no sé por dónde tirar.

Y este es el momento donde entráis vosotros, mis queridos lectores (toma peloteo, más adelante os ofreceré caramelos si el peloteo no os convence. O sexo. Ofrecer sexo siempre logra que consigas todo lo que te propones. Sobre todo si te inventas capacidades amatorias que realmente no tienes... pero, bueno, no vengo yo aquí a desvelar mis trucos de seducción. O, al menos, no ahora, claro) porque la duda me asalta, me corroe, me pudre por dentro. Y no es bueno dejarla ahí porque entonces te envejece la piel y yo, por ahora, soy muy feliz aparentando menos edad de la que tengo (y que se verá aumentada en un año el próximo lunes).

Claro, que como mi meta en la vida es ser un madurito canoso interesante, pues tampoco me importa tanto.

En fin, a lo que voy. Para mí es muy importante la adolescencia en la novela. Y en la vida. No en vano, me gano las habichuelas siendo profesor de secundaria y pervirtiendo mentes para llevarlas por el buen camino. Creo que es la época del Cambio, la época en la que se sientan las bases para todo lo que vendrá después. Quizá no somos conscientes muchas veces pero yo creo que lo que te ocurre durante esa época marca de una manera muy definitiva lo que te ocurrirá en los años venideros.

Y hay una parte fundamental de la novela que transcurre durante la época de adolescencia de los personajes. En principio no es un problema porque todos conocemos novelas "para adultos" que transcurren durante la adolescencia de los protagonistas (El camino de Delibes, Soria Moria de Espido Freire, por poner un par de ejemplos) y no pasa nada.

Sin embargo, mucha gente ve en esto un escollo. Como si el hecho de que durante en el principio de la novela (concretamente, toda su primera parte) uno de los personajes narrara desde su presente rememorando ese pasado (me explico?) la convirtiera inmediatamente en "novela juvenil" solo porque la edad de sus protagonistas es de diecisiete años.

Me exaspera. Me cabrea. Me frustra y me hace darme cabezazos contra la pared que esto ocurra porque mi intención con Equilátero fue, precisamente, escribir algo diferente a lo que había escrito hasta ese momento y alejarme del "público juvenil" (o quizá, mejor expresado, alejarme del para todos los públicos).

(odio estas etiquetas. Para mí, como "escritor" no tienen sentido. Pero imagino que para las editoriales y librerías, sí)

Así que, no sé, según vosotros ¿qué debe tener una novela "adulta" con sus protagonistas pasando por la adolescencia al principio de la misma para que no sea considerada juvenil y sí adulta? El estilo sé que lo tiene, porque no es en absoluto el estilo que yo le doy a mis novelas juveniles o infantiles. Es otro tipo de narración, mucho más sosegada y profunda. Con otro ritmo. El sexo también lo tiene. De hecho, la novela está plagada de erotismo desde la primera hasta la última página. Y otras cosas también. Pero, no sé, necesito caminar sobre seguro y sé que solo vosotros, oh grandes gurús de la literatura, podéis ayudarme.

Y os daré caramelos a cambio.

¡Y sexo!

sábado, 14 de mayo de 2011

Mi semana, en jornadas (con sorpresa al final)

¡Señoras y señores! ¡No se peleen! ¡No hagan cola! ¡No hace falta! ¡Hay sitio para todos! ¿Quieren saber cómo se puede morir de estrés? ¿Quieren presenciar en directo cómo un pobre incauto ha tomado decisiones erróneas y se arrepiente minuto a minuto de lo que ha decidido? O, ¡mejor aún!, ¿quieren verle sufrir una muerte lenta y dolorosa de la que ni se percata porque sus sentidos están tan ocupados haciendo miles de cosas mientras ustedes comen palomitas y se regodean en su desdicha porque él, pobre infeliz, ni siquiera tiene tiempo para quejarse (con lo que a él le gusta ser una reina del drama y quejarse cual Scarlett O'Hara a los cuatro vientos)? Pues, pasen, señores. Pasen y vean.

Los lunes, nuestro pobre infeliz, recorre los cien kilómetros que separan su lugar de domicilio hasta su lugar de trabajo y se encierra en el instituto hasta las tres, hora en la que come a trompicones hasta que dan las cuatro, momento en el que vuelve a meterse en el aula hasta las ocho de la tarde, momento en el que vuelve a coger el coche y a recorrerse los 100 kilómetros que le separan de su ansiada cama. Porque es eso exactamente en lo que piensa mientras pisa el acelerador y reza por que la guardia civil no esté por las carreteras en ese momento: en su ducha, en su cama (y en su capítulo de A Game of Thrones, que verá mientras cene pero que no entenderá debido a su agotamiento cerebral).

Los martes, nuestro incauto espécimen de humano, vuelve a recorrerse cien kilómetros, da clases hasta las tres y recorre el camino de vuelta tan solo para encontrarse un hogar destrozado por el desorden, la inmundicia, los platos, sin fregar, la cama sin hacer, el baño sin brillar y la ropa tirada por el suelo gritándole desesperada que haga algo para que recuperen su lustro y esplendor de antaño.

Los miércoles, como cualquier otro miércoles, comienzan para nuestro ejemplar de homo cansadus con sus kilómetros reglamentarios, sus clases reglamentarias y su casual corrección de exámenes. Él no lo sabe, pero se encuentra amenazado de muerte por sus alumnos, que no tolerarán un día más de espera sin conocer los resultados de las pruebas que, de nuevo, el infeliz que nos ocupa, ha preparado entre minuto de tarea y minuto de tarea. Vuelve a casa y se mete de nuevo en clase, esta vez en la UNED, donde es tutor y donde intenta sacar lo mejor de sus alumnos. El examen está próximo. Nadie sabe quién está más tenso. Si los alumnos o el profesor.

Y llegan los jueves, de nuevo recorriendo kilómetros, nuestro caballero de triste figura (porque encima, como casi no camina, los michelines están apoderándose de su cuerpo cual caries malvadas de anuncio de dentrífico) piensa en los exámenes por poner, en las tareas que corregir y en, por supuesto, las clases que también da por la tarde en la UNED ese mismo día, que no ha tenido tiempo de preparar y de la que, por supuesto, aun le quedan varios trabajos por corregir. Se ha enterado de que está amenazado de muerte por uno de sus grupos de alumnos. Traga saliva mientras conduce y se dice que no deberia consentir amenazas de otro grupo pero que, a fin de cuentas, lo de dormir eternamente no suena tan mal en ese momento. Y finalmente da sus clases. Y sale de sus clases y prepara las clases del día siguiente.

Que es viernes. Y como cualquier otro viernes, se levanta con la misma cara que Belén Esteban (pongo este personaje por las visits que suscitará sus búsqueds en Google, claro, no porque mi imaginación esté tan seca que no sea capaz de imaginar un símil más vistoso) sin pasar por maquillaje y piensa que sería estupendo que fuera un viernes de verdad y no un sucedáneo. Porque, normalmente, los fines de semana se los pasa limpiando todo lo que no limpió durante la semana, recogiendo las pelusas que, de pronto, se han empeñado en recibirle cada vez que llega a casa y comprando todo lo que no compró para alimentar su vacía nevera.  y corrigiendo todo (TODO) lo que no corrige durante la semana. Y va al cine. A veces. Solo cuando la película lo merece.

Y este fin de semana tengo que preparar la charla que doy el próximo 19 de mayo en la Biblioteca Pública de Cáceres a las 20:00 horas, titulada Literatura juvenil: tan necesaria como completa y a la que estáis, por supuesto, invitados. Por favor, venid. ¡Que por ahora el único asistente confirmado es mi madre! Prometo que dejaré que me tiréis tomates al final. Incluso aunque os haya gustado. En serio.

Y además, ayer sumé una tarea más a todas las anteriores después de recibir una llamada.

(¡¡Una más!!)

La llamada de mi editor.

Sí, leéis bien.

Me he comprometido a entregar la revisión previa a la edición de Tormenta de verano, mi primera novela infantil, que verá la luz el próximo mes de octubre (¡¡¡ilustrada!!! De verdad, no os miento, ¡¡ilustrada!!) en Ala Delta, de nuevo en Edelvives.

¿A que no os lo esperabais?

(la verdad es que, fiel a la costumbre de no esperarme estas noticias cuando me las dan por estar pendiente de otras veinte mil cosas, yo tampoco)


Sí, seguro que me llamáis avaricioso por quedarme con tantas tareas y deberes cuando debería repartíroslo pero, qué queréis que os diga, pese a sonar egoísta (no, no soy egoísta, ¿en serio no queréis que os regale unos cuantos exámenes para que los corrijáis por mí?) estoy deseando quitarme todo lo anterior de encima, guardarlo en el cajón de "decisiones desafortunadas que jamás volveré a tomar so pena de morir por falta de tiempo libre" y ponerme con el proceso de edición de la novela. Lo haré con el mismo editor con el que lo hice con Ne obliviscaris. Así que la diversión y el disfrute están más que asegurados.

Y ¿lo mejor? No será lo único que publique durante este año. Pero más sobre eso más adelante.

martes, 29 de marzo de 2011

Maneras de contar (II)

Como decíamos ayer (y esta vez casi es verdad), hay muchas maneras de contar una historia pero no todas me parecen buenas. El otro día hablaba de cómo para que un cuento me pareciera bueno, debía arrastrarme. Comparándolo con la música, por ejemplo, un buen cuento, quizá, es como una buena canción de los Rolling, que desde el primer acorde te tiene moviendo los pies y que al final te deja con una taquicardia incontrolable.

Eso no quiere decir que el cuento deba tener un ritmo endiablado o que se escuchen riffs de guitarra por todos los lados. Nada más lejos, hay cuentos intensísimos que siguen arrastrándote (literalmente) desde la primera palabra hasta la última pero que en nada pueden parecerse a una canción de los Rolling. Quizá a alguna de U2 (para comprobarlo, leed El menor espectáculo del mundo, de Félix J. Palma y sabréis de lo que hablo). En definitiva, un buen cuento debe dejarte taquicárdico, emocionalmente perdido, sin aliento. Definitivamente, con ganas de más.

Cuento todo esto porque, para mí, al contrario que para los cuentos que (como ya he dicho mil veces porque soy así de repetitivo, porque me encanta cómo suena la palabra y porque me masturbo con mis geniales propias comparaciones) deben arrastrarte, una novela debe conseguir que te deslices por ella sin que te des cuenta. Que, a lo mejor, comiences a leerla sin ninguna expectativa pero que, de repente, te veas atrapado en ella sin remedio, bajando por una cuesta cubierta de hielo en un trineo sin frenos.

Suelo decir que escribo mejores novelas que cuentos. Si acaso algo de lo que escribo puede considerarse bueno. Quizá a lo que realmente me refiero es que me es más fácil escribir una novela que un cuento. Y es que, la verdad, creo que escribir una novela es, definitivamente, más fácil. Eso no quiere decir que sea fácil escribir una buena novela, por supuesto que no, porque eso no es verdad. Pero sí es cierto que, a la hora de escribir, al menos como yo lo veo, una novela te permite ciertos recursos que piensas que pueden engañar al lector. Sin embargo, al final, después de unas cuantas a mis espaldas, me he dado cuenta de que al único al que engañan es a ti, al escritor.

Para empezar, una novela es más larga. Eso te puede hacer pensar que, no sé, con una descripción por aquí, unas cuantas florituras por allá, un diálogo en la cola del supermercado, una escena de sexo, otra de reconciliación y un par de rollos místico-filosóficos puedes llegar a cubrir los espacios vacíos entre esa escena y esa otra escena que tienes ganas de escribir y que fueron las que te dieron ganas de escribir la historia que estás contando.


Las Estaciones de Vivaldi, por poner un ejemplo, o El lago de los Cisnes o el maravilloso Rumours de Fleetwood Mac son obras mucho más largas que el Satisfaction de los Rolling y, en ninguno de sus acordes  o arpegios (no tengo ni puta idea de vocabulario musical, así que espero que disculpéis mi incultura) se aprecian esas herramientas engañosas. Dudo mucho que Tchaikovski dijera: "voy a meter ahora el Pas d'action para rellenar, que lo que quiero escribir realmente es la danza de los pequeños cisnes". Tampoco creo que Stevie Nicks le comentara a Mick Fleetwood que por qué no metían el Songbird de Christine McVie para rellenar antes de llegar al apoteosis de The Chain (apoteósica, esta canción es simplemente apoteósica). No. En esas piezas musicales ni sobra ni falta nada ni sientes que una parte está por estar para llegar a la otra parte. Todas y cada una de ellas son necesarias.

Ahora bien, ¿cómo se hace eso? ¿Cómo logramos que el lector se deslice por nuestras palabras? ¿Cómo evitar el ser un vago de mierda y recurrir a recursos vagos y manidos y tópicos?

Pues, la verdad, no tengo ni idea (por ahora, que algún día dominaré el mundo. Ya lo veréis) y esta entrada me ha quedado demasiado larga y tengo mil cosas por hacer. Pero en próximas entradas intentaremos adivinarlo.

viernes, 11 de marzo de 2011

Maneras de contar (I)

Si hay algo que me obsesiona cuando me golpea una historia y quiero contarla, ese algo es el modo de hacerlo. Sí, por supuesto, me emociono cuando creo personajes y van surgiendo escenas en mi cabeza; no puedo dejar de darle vueltas a los flecos que me van quedando entre esas escenas hasta que los tengo atados y bien atados (para, a lo mejor, después deshilacharse durante el período de escritura, claro); me apasionan las relaciones que se van estableciendo entre los personajes y disfruto como un niño pequeño con un helado cuando les puteo hasta el éxtasis.

Sin embargo, nada de lo anterior tiene sentido si no sé cómo voy a contarlo. Creo que el modo de contar una historia es lo que constituye sus cimientos. Podemos tener una historia cojonuda con unos personajes alucinantes, unas vueltas de tuerca que ni Henry James y una ambientación de órdago pero si no lo cimentamos bien, si no sabemos contarlo, al final, no tenemos nada.

Por eso, a mí siempre me ha gustado diferenciar entre el escritor y el redactor. Hay muchos buenos redactores que se creen escritores por el mero hecho de contar una historia. No voy a ser yo quien diga que no lo son, así, en público y sin la presencia de mi abogado en la sala pero, en todo caso, de ser considerados escritores, no creo que sean buenos escritores.
Me da la sensación de que hay mucho escritor vago por ahí suelto que se le olvida que, cuando escribe, está construyendo. Y que, para construir, siempre hacen falta herramientas. En este caso, las herramientas con las que contamos, no solo son las palabras sino todo el juego que se tiene que establecer entre ellas sí o sí. Huelga decir que no estoy hablando de la ortografía o la gramática. Lo siento mucho pero soy bastante talibán al respecto. No sabes escribir si no comprendes las reglas mínimas de concordancia, por poner un ejemplo, o mucho menos si cometes faltas de ortografía.

(¡Cojones! Que no hace falta revisar un texto para ver si has cometido faltas de ortografía. No. La corrección no trata de eso, que uno no comete faltas de ortografía de manera natural, porque ha interiorizado precisamente esas normas y, sencillamente, no tiene que pensarse cómo escribir una palabra porque, directamente, en su cabeza no puede escribirse de otra manera. Dejémonos ya de falacias absurdas, de niñerías baratas y de concesiones ridículas. Lo digo claro: No, no eres escritor si cometes faltas de ortografía por mucho que una editorial te haya publicado)

(Y no, en este caso no entra mi problema con las palabras cerveza y absorber que siempre pienso que se escriben como no lo hacen y me sobrecorrijo una y otra vez y me obsesiono y me estreso)

Cuando hablo de estas herramientas que ayudan a construir un cuento, una novela o lo que sea estoy hablando de los propios medios que tiene la literatura para unirlas como si fueran ladrillos y argamasa. Esas herramientas solo pueden adquirirse leyendo, o escuchando historias, o jugando a videojuegos, o viendo series y películas o incluso escuchando música. Son las propias técnicas de narración que se van adquiriendo a lo largo de la vida y que van formando nuestro estilo a lo largo de los años.

Contar una historia no se limita simplemente a ir poniendo una palabra detrás de otra hasta que llego al final. Lo siento, pero no. Un cuento tiene que tener una voz propia. Hay que dar con el narrador correcto o la historia que está en nuestra cabeza jamás será la que hemos escrito. A fin de cuentas, todo está escrito ya y lo que realmente hace destacar una obra es cómo se diferencia del resto. Está claro que va a diferenciarse por el estilo, no por lo que cuente. Y eso, para empezar simplemente. El encuentro de la voz que nos dicta la historia mientras la estamos contando es solo el comienzo. Y tampoco estoy hablando del uso de un vocabulario opulente o de una subordinación maravillosa, no. Simplemente estoy hablando de ese trabajo de preparación previa y de corrección posterior que hace que una obra tenga la forma que tenga que tener y no otra.

Por eso hay muchísimos cuentos que leo que me decepcionan, que me aburren hasta lo más profundo. Sí, no dudo que la historia sea original o que sus personajes estén bien construídos. Pero cuando yo leo un cuento quiero que me arrastre, literalmente, con él. Un cuento es una obra tan breve que no puede dejarte indiferente. Y solo se consigue de una manera: trabajando.

Por eso me cuesta tanto escribir cuentos. Si ya tengo problemas encontrando la voz y escribo y reescribo usando puntos de vista diferentes hasta que encuentro la adecuada, imaginaos cuando me pongo a buscar el resto, cuando busco los andamios, los ladrillos y la argamasa que tienen que darle forma.

Una historia digna de cuento puede tirarse en mi cabeza años y puedo tirarme todo ese tiempo pensando en ella sin escribirla. Para mí, un cuento tiene que dejarte sin aliento. Es la palabra que he usado antes, arrastrar, la que más me gusta porque es lo que me sucede a mí cuando leo un buen cuento. Si no me arrastra, si no me deja sin aliento, al menos un poco, no creo que sea un buen cuento.

Y es una pena, porque hay miles de buenas historias por ahí sueltas, escritas por escritores demasiado vagos e impacientes que simplemente buscan a la hora de escribir esa satisfacción tan enorme que te da cuando terminas una obra.

Pero es que se nos olvida algo: igual que si un edificio terminado con malos materiales acaba sucumbiendo ante el primer temblor, lo mismo le ocurre a un cuento. Si no utilizamos con cuidado las herramientas, como le ocurrió a la casa de paja del primer cerdito, «soplaré y soplaré y tu casita derribaré ». Es decir, no se sostendrá, jamás será una buena obra literaria.

Y da rabia, lo siento pero da rabia porque hay mucha gente con talento pero demasiado vaga como para darse cuenta de que esto no es una carrera de velocidad, sino de fondo. Solo los que entrenan mucho, en la intimidad, acaban llegando.

Si yo llego, preferiría que mis edificios no se derrumbarsen. Más que nada porque no tengo un jodido euro para pagar las demandas que me caerían encima...

martes, 1 de febrero de 2011

Creo en la magia

A veces los astros se alinean, las casualidades proliferan y ocurren cosas como lo que ha sucedido este fin de semana en Madrid, en el I Encuentro Nacional Anika entre libros, del que tuve la suerte de formar parte. No sabría expresar todavía lo que nos ha marcado a todos los asistentes la magia que se creó durante el fin de semana pero sí puedo decir que, parte de la culpa, la tuvo la excelente organización de Elena Martínez Blanco, que como una anfitriona de las de solera, no perdió la sonrisa en ningún momento aunque estuviera a punto de explotar del estrés que seguramente sufrió por culpa de nosotros, que nos habíamos vuelto niños pequeños incapaces de controlarse. Muchísimas gracias, Elena, por invitarme al evento y acordarte de mí.

Supongo que no hace falta que os presente a Anika, después de catorce años encargándose de los libros y de extendiendo la, digamos, "crítica literaria amateur de lectores para lectores" en internet por toda la red, seguramente más de uno se ha pasado por la web para echar un vistazo.
Anika es pura magia. La sientes desde el momento en el que entra en la habitación. Y, lo mejor de todo, es que la contagia. Es pura generosidad y, en cuanto cruzas dos palabras con ella, te sientes enganchado a su forma de ver la literatura y, sobre todo, a su forma de vivirla.

Todos los que acudimos, desde escritores a bloggers o a meros lectores, sentimos al instante esa magia, quedamos prendados de ella y nos la fuimos repartiendo hasta el último minuto. Todo lo que sucedió en Fuentetaja fluyó de una manera tan suave, de una manera tan natural que, a los pocos minutos, todos nos sentíamos como una familia.

Desde la presentación de Antonio Martín Morales, el autor de La caza del Nigromante, que nos contagió a todos de su pasión andaluza, pasando por la educación, el sentido del humor y el saber estar del gran Santiago García-Clairac (a quien, no sé vosotros, pero a mí me cuesta muy poco imaginar con una armadura como un estupendo Don Quijote) y sin olvidarme del carácter de Antonia J. Corrales, de los misterios de David Benito, la mañana transcurrió en un suspiro.

Y, aunque de libros trataba la cosa, no solo quedaba ahí. Porque las charlas cómplices durante la comida con Javier Ruescas y Anabel Botella, los cigarritos furtivos con Julia y Gemma Nieto, las telarañas con Mais, la emoción por la obra inminente compartida con Jesús Cañadas, las risas compartidas con Dustin-Íker,  Mamen de Zulueta, Francisco de Paula y Álex Portero junto a mil cosas más de las que seguramente me olvide porque mi cabeza es mejor recordando sensaciones que caras, condujeron irremediablemente a que la tarde igualara la estupenda mañana.

Y todavía quedaba la noche: sa estupenda ambientación terrorífica, con ese pasaje del terror alucinante preparado ex profeso por Elena y las estupendísimas colaboradoras para que gritáramos pero que logró también despertar enormes carcajadas como antesala de la presentación de La taberna espectral, que compré al día siguiente.

Tuve que irme pronto, porque al día siguiente era la presentación de Ne obliviscaris y mi cuerpo ya barruntaba los nervios (de hecho, por la noche tuve el típico sueño de las escaleras interminables y el del corte de pelo horroroso, como prueba de que mi subconsciente ya estaba más nervioso que yo). Sin embargo, creo que salió bien. No pudo haber salido de otra manera, dado el ambiente en el que estaba y la compañía que tenía (incluso tuve gratas, gratísimas sorpresas de gente querida que se pasó por allí y que me hicieron, todavía, más feliz). Además, tenía buenos compañeros: Delante de mí, Miguel Aguerralde presentó Los ojos de Dios, una novela que me dio muchísima curiosidad. Detrás de mí, la gran Susana Vallejo, a quien le tocó un ejemplar de Obli. Fue un momento especial, porque no todos los días una escritora a la que admiras tiene en sus manos un ejemplar de tu novela. Seguida de Javier Ruescas, que dio una gran noticia a todos sus lectores y que podéis leer en su blog. Y no puedo olvidarme de la estupenda presentación del Rapto del tiempo con José Luís Zapatero y Diana Gavilán. Prácticamente todos los que estuvimos allí nos compramos un ejemplar. ¡Lo que disfrutamos de la presentación!

El resto de la mañana es para mí una nebulosa, porque eso es lo que ocurre cuando andas en las nubes y tienes alas en lugar de piernas. Y es que, todavía, a estas alturas, no sé qué ocurrió este fin de semana; pero estoy seguro de que fue cosa de magia.

sábado, 22 de enero de 2011

Excusas y otras historias

Cuando era pequeño, lo de la comida era un tema que no me entraba en la cabeza. Aunque, bueno, mucho más correcto sería decir que por donde no me entraba era por la boca. Comía mal, podía tardarme horas masticando, no sé, un gajo de naranja. No es que no me gustara comer. Simplemente, me aburría.

Por aquel entonces yo comía en casa de mis abuelos, así que mi abuela, que siempre fue una mujer muy práctica, pensó que había que buscar una solución para que, no sé, no nos creciera barba blanca esperando a que a mí me diera la gana de tragar. Así que un día apareció con un cómic de Disney debajo del brazo que me dio justo antes de comer. Yo lo abrí, me puse a leerlo y, por lo visto, ni me enteré de que me estaban dando de comer.

 Tenía seis años y me costó mucho tiempo no asociar la hora de la comida con los libros. Estuve hasta los catorce o quince años sin poder comer a menos que estuviera leyendo.

Cuento todo esto porque empezar una nueva entrada disculpándome una vez más por no haber escrito no me apetecía en absoluto. De hecho, creo que llevo retrasando tanto tiempo lo de escribir aquí precisamente porque no tenía una excusa cojonuda que poner. Y, ya sabéis, a mí lo del efectismo me gusta mucho.

¿No os ha pasado nunca eso de querer hablar con alguien pero no encontrar el momento y, luego, cuando ha llegado el momento resulta que hace tanto tiempo que no hablas con esa persona que te mueres de la vergüenza por coger el teléfono y marcar su número? La ansiedad del primer momento, ese vacío silencioso que temes que pueda ocurrir hace que te aterre y por eso no lo haces, pero luego, cuanto más tardas en hacerlo, la ansiedad va aumentando y tú retrasas todavía más el momento hasta que, de pronto, es esa persona la que te llama a ti y tú quieres que te trague la tierra porque parece que has pasado de ella totalmente cuando, en tu cabeza, esa llamada llevaba sucediendo en bucle una y otra vez desde hacía meses.

Pues bien, he recibido esa llamada. Es decir, en este contexto, esa llamada puede ser algo así como que en la misma semana dos personas que no tienen nada que ver entre sí pero a las que ves muy a menudo y con las que hablas igual de a menudo te dicen: "hace mil años que no actualizas el blog".

Y entonces tú te sientes igual porque, en tu cabeza, probablemente lo hayas actualizado diariamente pero todas y cada una de las veces que lo has hecho, lo que estabas diciendo te parecía la tontería más grande del universo y pensabas que no merecía la pena ni postearlo...

Porque, no sé, es que tengo poco que contar. Sí, vale, tengo cosas que contar: me han hecho entrevistas, obli ha sido reseñada en varias webs y revistas, me han llamado de un par de sitios y, lo más importante: La semana que viene, el domingo 30 de enero a las 11:00h estaré presentando la novela en Madrid, en la librería Fuentetaja, dentro del I encuentro nacional de Anika entre libros. Así que, si andáis por allí, me encantaría que os pasarais. Pensadlo bien, sería una ocasión estupenda para darme una colleja física por no haber actualizado el blog hasta hoy. ¿De verdad os vais a perder una oportunidad así? Que yo tengo un cuello muy agradecido y se pone rojo en seguida...