sábado, 29 de mayo de 2010

Ansias

Me debato, me estreso, me cuestiono, me pregunto, me indigno, me cabreo, me obligo, me doy leches... hago miles de cosas al mismo tiempo, pero conmigo, siempre conmigo, memememememe, yoyoyoyoyoyoyo...

En estas semanas en blanco de literatura por corrección de exámenes, por espera de galeradas, por alergia mortal, por ferias y demás, de pronto se ha encendido la mecha.

Yo tenía planeado un verano muy tranquilo sumergido en las correcciones de El traficante de recuerdos (que falta le hacen) pero llevo una semana con un cuaderno en la mano (lo juro, fue casualidad, ni siquiera recuerdo haber metido ese cuaderno en la bandolera del instituto) haciendo esquemas, nombrando personajes y peleándome con estructuras.

Supongo que el espíritu del NaNo ha vuelto.

Es inevitable, el buen tiempo siempre logra que me den ganas de escribir. Pero es que esta vez son gordas. No me meto en ninguna novela desde El Traficante (bueno, La encrucijada del cuentista fue y sigue siendo un proyecto a medias que me gustaría terminar) y tengo ganas de hacerlo. Estoy empezando a querer a los personajes y eso me gusta. En mi cabeza ya les están pasando cosas.

Pero no todo son algodones de azúcar, manzanas de caramelo y supernovas brillantes: he tenido una idea. Y cuando Fer tiene ideas, a veces tiembla el mundo.

La idea es acerca de la estructura de la novela y, aunque tiene muchas ganas de ponerla en práctica, Fer no se ve capaz de llevarla a cabo. Y al mismo tiempo piensa que sin esa estructura, Fer no sería capaz de escribirla...

Ah, dudas, nervios, ansias, tensión, emoción, letras.

Llega el verano.

¿Logrará Fer no sucumbir a la tentación y corregir El traficante de recuerdos antes de comenzar la otra novela?

¡Permanezcan atentos a sus pantallas!

(Pero, antes, junto a la mejor de las compañías, Fer parte hacia las tierras del norte para presenciar esto el día de su cumpleaños. Tengo tantas ganas que cada vez que pienso en ello me meo del gusto como mi perrita)

miércoles, 26 de mayo de 2010

Razón número 4 por la que decidí ser escritor

Para hacer sentir a la gente lo mismo que sentí yo la primera vez que escuché esta canción:


(Siento la ausencia de entradas, pero la corrección de exámenes y la inminente selectividad de mis alumnos me tienen completamente ocupado. Por no hablar de cierta cena de graduación de la que me costó un par de días recuperarme. ¿Cómo dar clase a los mismos alumnos con los que te has cogido una borrachera el día anterior? ¡Ah! Cuántos misterios tiene la vida. ¡Volveré!)

lunes, 10 de mayo de 2010

Políticamente correcto

Yo no soy lo que reza el título de la entrada. Lo he sido, sí. Durante mi más inocente adolescencia, yo fui políticamente correcto. Tanto, que una amiga una vez me dijo que yo era el yerno perfecto, que cualquier madre querría tenerme de novio para sus hijas.

¡Cojones! Yo quería ser novio (o amante ocasional, en todo caso) no yerno.

Y así fue como descubrí (aunque yo ya tenía mis sospechas) que aquello de la corrección política no me molaba mucho.

Me gusta la sinceridad, llamar a cada cosa por su nombre sin poner paños calientes. La realidad es la que hay. Por mucho que disfracemos las palabras, la realidad va a seguir siendo como es. No me gustan los adornos.

Y, ojo, que como ya dije otra vez, para mí la sinceridad no es lo que se nos vende actualmente. No es lo de decir lo primero que se te viene a la cabeza porque soy muy sincera, tía y yo digo siempre lo que me sale del bolo, tía y si no me crees te pego dos hostias en el baño y punto en boca, ¿me entiendes?

No. La sinceridad necesita de una sensibilidad educada, de un ejercicio previo de reflexión, requiere un ejercicio previo de empatía y un saber ponerse en el lugar del otro para llegar a deducir por qué ha dicho lo que ha dicho o por qué ha hecho lo que ha hecho.

Ser sincero no es decir lo primero que se te viene a la cabeza. No. Ser sincero es decir la verdad. Y para decir una verdad, hay que pensar primero. Siempre. En el otro, en ti, en lo que vas a decir, en tu porcentaje de razón, en tu porcentaje de sinrazón, en tu porcentaje de subjetividad al respecto...

Me explico, ¿verdad?

Por eso me jode tanto tantísimo que actualmente se lleve tanto la corrección política y te tachen de miles de cosas en cuanto no sigues lo establecido.

Por eso he decidido mantenerme en mis trece:

Durante estas correcciones, me percaté de que yo tenía escrita la palabra "hombres" para referirme al género humano en una parte de la novela. Con la sensibilidad al cien por cien y la inseguridad de la recta final rezumándome por todos los poros, decidí cambiar ese término por el de "seres humanos" y se lo comenté al editor aludiendo a esta corrección política de la que hablo.

El editor se mostró comprensivo y adujo que, si se trataba de un tema ideológico, él no se metía, pero que, como yo pienso y pensaba, en castellano los términos no marcados están en la mente de los hablantes como tal y que el hecho de no verlos así es simplemente una sobre-educación (no fueron sus palabras exactamente, pero yo las entendí así. Dejadme. Yo me entiendo).

Y me ha convencido. He vuelto a usar el término "hombres" porque si de una cuestión ideológica se trata, esa palabra encaja mejor con mi epistemología que lo de "seres humanos" que, por lo demás, me parece un término vacío y poco sonoro.

¿Que no soy políticamente correcto y que esta entrada puede levantar ampollas?

En fin.

Es lo que conlleva la sinceridad. Pero aplícate esos ejercicios antes de responder airado.

viernes, 7 de mayo de 2010

El estado de la cuestión

El proceso de edición detrás de Ne Obliviscaris está siendo agotador. Extenuante, diría yo.

La verdad es que no tenía la menor idea de que fuera así, lo que me hace explicarme muchas cosas acerca de por qué pasa lo que pasa en los concursos literarios y me da cierto sonrojo haber enviado ciertas obras mías a algunos de ellos.

Y es que este proceso no tiene nada que ver con el proceso de corrección al que yo sometía mis obras (esto suena un poco pretencioso, ¿no? Mis obras... como si yo fuera, no sé, un Kafka cualquiera o algo así).

Aunque yo me las diera de corregir exhaustivamente, me río yo ahora de mis correcciones. Sí, las hacía en serio, en varias fases, de diversas maneras, pero siempre desde mí, nunca saliendo de mí. Lo que era un error. Sí, no soy de los autores que se niegan a eliminar párrafos. O páginas. O capítulos enteros. Lo he hecho (siempre guardándolos en un archivo aparte, claro. Que uno es kamikaze pero tiene su corazoncito) pero siempre desde mi punto de vista.

Se me ha olvidado siempre meterme en el lector.

Bueno, no. Porque a veces he considerado a mi potencial lector un ente tan estúpido que no era capaz de eliminar tal o cual explicación. Cosa que le quitaba ritmo a la novela.

En cualquier caso, siempre desde mi YO enorme y dictador.

Editar la novela mano a mano con el editor está siendo un proceso tan intenso que no puedo evitar disfrutarlo. Razonamos cada párrafo (sí, como lo oís, cada párrafo) y después lo razono yo solito durante un rato para ver el porqué del cambio (si lo hay) o de la ausencia del mismo. De pronto me he hecho muy consciente de las palabras, del efecto que producen, de su razón de ser dentro de una novela, de su entidad casi física e individual.

Además, hablar con otra persona acerca de tus personajes, de tus intenciones al decir tal o cual cosa. Que alguien que no eres tú hable de ellos con la misma familiaridad con la que tú lo haces, o que se plantee disyuntivas que tú mismo te planteaste a la hora de escribirla...

No sé, es algo extraño y al mismo tiempo familiar. Editar la novela está siendo algo parecido a escribirla, me he vuelto a meter de lleno en su universo, he vuelto a abrazar a sus personajes y he vuelto a pensar como ellos.

No sé si lo habéis sentido alguna vez, pero terminar de escribir una novela es algo mucho más doloroso que terminar de leer una. Cuando se te acaba una novela que estás leyendo y que te gusta mucho, te pasas las horas que siguen echando de menos a los personajes, neceistando que vuelvan a la vida... Pero pasa pronto, solo dura lo que dura el rato en que estás sin coger un libro nuevo. Cuando lo haces, la historia vuelve a empezar. Te olvidas de los anteriores y te sumerges en los nuevos.

Sin embargo, al terminar de escribirla, el vacío es más grande. Casi permanente. Esa historia tuya que, hasta ese momento, tenías guardada, deja de ser tuya y aparece como un ente físico diferente a ti. Ha ganado forma, ha conseguido entidad propia. Deja de ser tú. No sé, ¿será igual a cuando tu hijo crece y se hace independiente? No lo sé y espero que pasen muchos, muchísimos años, antes de que me llegue el momento de descubrirlo.

Y aquí estamos, probablemente termine el proceso de edición la semana que viene y aunque estoy deseando releer la novela terminada, al mismo tiempo me da una pena horrorosa porque eso significará que, definitivamente, ha dejado de ser mía.

Y a veces soy un egoísta de la hostia.