martes, 29 de marzo de 2011

Maneras de contar (II)

Como decíamos ayer (y esta vez casi es verdad), hay muchas maneras de contar una historia pero no todas me parecen buenas. El otro día hablaba de cómo para que un cuento me pareciera bueno, debía arrastrarme. Comparándolo con la música, por ejemplo, un buen cuento, quizá, es como una buena canción de los Rolling, que desde el primer acorde te tiene moviendo los pies y que al final te deja con una taquicardia incontrolable.

Eso no quiere decir que el cuento deba tener un ritmo endiablado o que se escuchen riffs de guitarra por todos los lados. Nada más lejos, hay cuentos intensísimos que siguen arrastrándote (literalmente) desde la primera palabra hasta la última pero que en nada pueden parecerse a una canción de los Rolling. Quizá a alguna de U2 (para comprobarlo, leed El menor espectáculo del mundo, de Félix J. Palma y sabréis de lo que hablo). En definitiva, un buen cuento debe dejarte taquicárdico, emocionalmente perdido, sin aliento. Definitivamente, con ganas de más.

Cuento todo esto porque, para mí, al contrario que para los cuentos que (como ya he dicho mil veces porque soy así de repetitivo, porque me encanta cómo suena la palabra y porque me masturbo con mis geniales propias comparaciones) deben arrastrarte, una novela debe conseguir que te deslices por ella sin que te des cuenta. Que, a lo mejor, comiences a leerla sin ninguna expectativa pero que, de repente, te veas atrapado en ella sin remedio, bajando por una cuesta cubierta de hielo en un trineo sin frenos.

Suelo decir que escribo mejores novelas que cuentos. Si acaso algo de lo que escribo puede considerarse bueno. Quizá a lo que realmente me refiero es que me es más fácil escribir una novela que un cuento. Y es que, la verdad, creo que escribir una novela es, definitivamente, más fácil. Eso no quiere decir que sea fácil escribir una buena novela, por supuesto que no, porque eso no es verdad. Pero sí es cierto que, a la hora de escribir, al menos como yo lo veo, una novela te permite ciertos recursos que piensas que pueden engañar al lector. Sin embargo, al final, después de unas cuantas a mis espaldas, me he dado cuenta de que al único al que engañan es a ti, al escritor.

Para empezar, una novela es más larga. Eso te puede hacer pensar que, no sé, con una descripción por aquí, unas cuantas florituras por allá, un diálogo en la cola del supermercado, una escena de sexo, otra de reconciliación y un par de rollos místico-filosóficos puedes llegar a cubrir los espacios vacíos entre esa escena y esa otra escena que tienes ganas de escribir y que fueron las que te dieron ganas de escribir la historia que estás contando.


Las Estaciones de Vivaldi, por poner un ejemplo, o El lago de los Cisnes o el maravilloso Rumours de Fleetwood Mac son obras mucho más largas que el Satisfaction de los Rolling y, en ninguno de sus acordes  o arpegios (no tengo ni puta idea de vocabulario musical, así que espero que disculpéis mi incultura) se aprecian esas herramientas engañosas. Dudo mucho que Tchaikovski dijera: "voy a meter ahora el Pas d'action para rellenar, que lo que quiero escribir realmente es la danza de los pequeños cisnes". Tampoco creo que Stevie Nicks le comentara a Mick Fleetwood que por qué no metían el Songbird de Christine McVie para rellenar antes de llegar al apoteosis de The Chain (apoteósica, esta canción es simplemente apoteósica). No. En esas piezas musicales ni sobra ni falta nada ni sientes que una parte está por estar para llegar a la otra parte. Todas y cada una de ellas son necesarias.

Ahora bien, ¿cómo se hace eso? ¿Cómo logramos que el lector se deslice por nuestras palabras? ¿Cómo evitar el ser un vago de mierda y recurrir a recursos vagos y manidos y tópicos?

Pues, la verdad, no tengo ni idea (por ahora, que algún día dominaré el mundo. Ya lo veréis) y esta entrada me ha quedado demasiado larga y tengo mil cosas por hacer. Pero en próximas entradas intentaremos adivinarlo.

viernes, 11 de marzo de 2011

Maneras de contar (I)

Si hay algo que me obsesiona cuando me golpea una historia y quiero contarla, ese algo es el modo de hacerlo. Sí, por supuesto, me emociono cuando creo personajes y van surgiendo escenas en mi cabeza; no puedo dejar de darle vueltas a los flecos que me van quedando entre esas escenas hasta que los tengo atados y bien atados (para, a lo mejor, después deshilacharse durante el período de escritura, claro); me apasionan las relaciones que se van estableciendo entre los personajes y disfruto como un niño pequeño con un helado cuando les puteo hasta el éxtasis.

Sin embargo, nada de lo anterior tiene sentido si no sé cómo voy a contarlo. Creo que el modo de contar una historia es lo que constituye sus cimientos. Podemos tener una historia cojonuda con unos personajes alucinantes, unas vueltas de tuerca que ni Henry James y una ambientación de órdago pero si no lo cimentamos bien, si no sabemos contarlo, al final, no tenemos nada.

Por eso, a mí siempre me ha gustado diferenciar entre el escritor y el redactor. Hay muchos buenos redactores que se creen escritores por el mero hecho de contar una historia. No voy a ser yo quien diga que no lo son, así, en público y sin la presencia de mi abogado en la sala pero, en todo caso, de ser considerados escritores, no creo que sean buenos escritores.
Me da la sensación de que hay mucho escritor vago por ahí suelto que se le olvida que, cuando escribe, está construyendo. Y que, para construir, siempre hacen falta herramientas. En este caso, las herramientas con las que contamos, no solo son las palabras sino todo el juego que se tiene que establecer entre ellas sí o sí. Huelga decir que no estoy hablando de la ortografía o la gramática. Lo siento mucho pero soy bastante talibán al respecto. No sabes escribir si no comprendes las reglas mínimas de concordancia, por poner un ejemplo, o mucho menos si cometes faltas de ortografía.

(¡Cojones! Que no hace falta revisar un texto para ver si has cometido faltas de ortografía. No. La corrección no trata de eso, que uno no comete faltas de ortografía de manera natural, porque ha interiorizado precisamente esas normas y, sencillamente, no tiene que pensarse cómo escribir una palabra porque, directamente, en su cabeza no puede escribirse de otra manera. Dejémonos ya de falacias absurdas, de niñerías baratas y de concesiones ridículas. Lo digo claro: No, no eres escritor si cometes faltas de ortografía por mucho que una editorial te haya publicado)

(Y no, en este caso no entra mi problema con las palabras cerveza y absorber que siempre pienso que se escriben como no lo hacen y me sobrecorrijo una y otra vez y me obsesiono y me estreso)

Cuando hablo de estas herramientas que ayudan a construir un cuento, una novela o lo que sea estoy hablando de los propios medios que tiene la literatura para unirlas como si fueran ladrillos y argamasa. Esas herramientas solo pueden adquirirse leyendo, o escuchando historias, o jugando a videojuegos, o viendo series y películas o incluso escuchando música. Son las propias técnicas de narración que se van adquiriendo a lo largo de la vida y que van formando nuestro estilo a lo largo de los años.

Contar una historia no se limita simplemente a ir poniendo una palabra detrás de otra hasta que llego al final. Lo siento, pero no. Un cuento tiene que tener una voz propia. Hay que dar con el narrador correcto o la historia que está en nuestra cabeza jamás será la que hemos escrito. A fin de cuentas, todo está escrito ya y lo que realmente hace destacar una obra es cómo se diferencia del resto. Está claro que va a diferenciarse por el estilo, no por lo que cuente. Y eso, para empezar simplemente. El encuentro de la voz que nos dicta la historia mientras la estamos contando es solo el comienzo. Y tampoco estoy hablando del uso de un vocabulario opulente o de una subordinación maravillosa, no. Simplemente estoy hablando de ese trabajo de preparación previa y de corrección posterior que hace que una obra tenga la forma que tenga que tener y no otra.

Por eso hay muchísimos cuentos que leo que me decepcionan, que me aburren hasta lo más profundo. Sí, no dudo que la historia sea original o que sus personajes estén bien construídos. Pero cuando yo leo un cuento quiero que me arrastre, literalmente, con él. Un cuento es una obra tan breve que no puede dejarte indiferente. Y solo se consigue de una manera: trabajando.

Por eso me cuesta tanto escribir cuentos. Si ya tengo problemas encontrando la voz y escribo y reescribo usando puntos de vista diferentes hasta que encuentro la adecuada, imaginaos cuando me pongo a buscar el resto, cuando busco los andamios, los ladrillos y la argamasa que tienen que darle forma.

Una historia digna de cuento puede tirarse en mi cabeza años y puedo tirarme todo ese tiempo pensando en ella sin escribirla. Para mí, un cuento tiene que dejarte sin aliento. Es la palabra que he usado antes, arrastrar, la que más me gusta porque es lo que me sucede a mí cuando leo un buen cuento. Si no me arrastra, si no me deja sin aliento, al menos un poco, no creo que sea un buen cuento.

Y es una pena, porque hay miles de buenas historias por ahí sueltas, escritas por escritores demasiado vagos e impacientes que simplemente buscan a la hora de escribir esa satisfacción tan enorme que te da cuando terminas una obra.

Pero es que se nos olvida algo: igual que si un edificio terminado con malos materiales acaba sucumbiendo ante el primer temblor, lo mismo le ocurre a un cuento. Si no utilizamos con cuidado las herramientas, como le ocurrió a la casa de paja del primer cerdito, «soplaré y soplaré y tu casita derribaré ». Es decir, no se sostendrá, jamás será una buena obra literaria.

Y da rabia, lo siento pero da rabia porque hay mucha gente con talento pero demasiado vaga como para darse cuenta de que esto no es una carrera de velocidad, sino de fondo. Solo los que entrenan mucho, en la intimidad, acaban llegando.

Si yo llego, preferiría que mis edificios no se derrumbarsen. Más que nada porque no tengo un jodido euro para pagar las demandas que me caerían encima...