jueves, 31 de julio de 2008

Atención: pregunta.

Anoche volví de Venecia con mi contractura muscular igual de jodida (por la mochila y otras actividades no contables en un blog para todos los públicos) y el cansancio no curado, pero correctamente desconectado, que es lo que importa. No hay nada como eso, como cortar unos días con la rutina para volver a ella y abrazarla sin reparos, no porque antes hubiera estado mal, no, sino porque, fiel al tópico, ¡joder qué bien sienta un soplo de aire fresco! (tanto más sabiendo que a finales de mes me hago otro viajecito a tres ciudades que llevo mucho tiempo deseando visitar: Praga, Viena y Budapest).

Y que conste que antes de comenzar con el tema que quería tratar en la entrada de hoy quiero decir que el nivel de mi instinto paternal es indirectamente proporcional al nivel de mi líbido, que luego sacamos conclusiones erróneas; pero es que en el aeropuerto de Venecia, mientras estábamos esperando a que el equipaje saliera de las profundidades (y mientras cruzábamos todos los dedos de nuestros cuerpos para que Iberia no hubiera mandado nuestras maletas a Tumbuctú) vi a una bebita de poco menos de ocho meses. Vio que estábamos abriendo una bolsa de Pandilla Drakis (ñam ñam) y dijo claramente: "patata patata". La miré sorprendido y la madre se encogió de hombros y se rió. La niña siguió diciendo "patata patata" y yo le pregunté a la madre si le podía dar una. Ella dijo que no había problema y cuando le di una patata a la niña ella sonrió y dijo "rica". Así, claramente. Después me los quedé mirando un rato (las maletas tardaron bastante en salir pero, en fin, no me sorprendió. Acababa de llegar a Italia, es lo que se espera de ese país) y la niña hablaba claramente. Muy claramente.

Después, en el avión de vuelta, coincidí sentado detrás de un padre británico con tres niños. El mayor no tenía más de cinco años. Pues bien, en cuanto despegamos (venga, reconocedlo, a que os gusta tanto como a mí la sensación del despegue. Es algo que me gusta tanto que monto en el avión solo por sentirla. Y no, no hay ironía en esta frase aunque pueda parecerlo) abrió un libro y se puso a leer. Era La isla del tesoro. Y no era una versión abreviada ni nada por el estilo, no. La isla del tesoro tal y como me la leí yo años ha. Cuando se aburrió, cogió un cuaderno y se puso a escribir con su caligrafía irregular de lápiz casi sin punta. Empezó poniendo al principio de la página: "Chapter 2" y yo ya no pude fliparlo más y me puse a darle codazos a mi chica, que dormitaba a mi lado. Joder, el niño estaba escribiendo un cuento. ¡Un cuento! Le cotilleé entero y, aunque ponía faltas (no tiene que ser muy fácil para un niño de cinco años la diferencia entre fonemas ingleses por muy nativo que seas) estaba bien escrito. ¡Y estaba escribiendo más letras que todos mis alumnos juntos en dos años!

Y en el autobús de vuelta a Cáceres coincidí de nuevo con una familia anglo-germánica. Era impresionante escuchar a la abuela hablar en alemán, que los niños le respondieran en inglés, que hablaran entre ellos en ambos idiomas... Y a mí, que no hay cosa que más me guste que hablar en inglés con niños británicos porque, no sé, supone un reto y me encanta, pues me puse a jugar con ellos a un juego de cartas (en realidad primero empecé haciéndole cucamonas al hermanito pequeño y luego la hermana mediana me dijo que el pequeño quería preguntarme si quería jugar a las cartas con ellos pero que le daba vergüenza preguntármelo y yo no pude negarme) y nos pusimos a jugar. Las cartas eran de Harry Potter y la hermana mayor me contó que se había presentado al casting de Luna Lovegood y estuvimos hablando de los libros. No sabéis el ataque de frikismo que me dio. Hablar de Harry Potter en inglés con niños británicos. Frikismo total y Fer encantado.

Pues bien, a lo que voy, lo que me ha sorprendido de estas anécdotas es precisamente la capacidad que tenemos los humanos (y especialmente los niños) para el aprendizaje de las lenguas y, bueno, para el aprendizaje en general. Soy un apasionado tanto de las lenguas como del lenguaje, entendiéndolo como la capacidad que tenemos los humanos para comunicarnos con signos lingüísticos y a mí todos estos temas me dan orgasmos intelectuales, vamos. Por tanto yo me pregunto lo siguiente: ¿cómo es posible que, teniendo en cuenta esta evidente capacidad del ser humano, haya psicólogos que hace unos años decidieran que para la enseñanza reglada en España lo lógico era bajar contenidos e igualar a todos los niños por debajo en lugar de proponerles retos y darles unos contenidos acorde a sus capacidades?

Es algo que no logro comprender. Pero, igualmente, teniéndolo en cuenta, sí que comprendo que nos vaya como nos vaya.

jueves, 24 de julio de 2008

Como un viaje

Hace unos días le hicieron una pregunta al gran George RR Martin acerca de cómo organizaba él las complejas estructuras de sus novelas (o de su novela, según se mire, que la Canción de hielo y fuego puede ser considerada una novela en sí misma dividida en varios grandes tochos) y me gustó mucho su respuesta.

Cuando, a veces, ha surgido la discusión de si somos escritores de mapa o escritores de brújula yo nunca he sabido en cuál de los dos grupos encuadrarme, así que la respuesta que dio Martin me encantó porque creo que es ahí donde me encuadro. Vamos a ver, yo necesito saber hacia dónde voy, antes de ponerme a escribir una novela me compro un cuaderno pequeño de cuartillas y me pongo a hacer esquemas, resúmenes de capítulos, guiones, fichas de personajes... en fin, podría decirse que, siendo fieles al símil, me pongo a dibujar un mapa. Lo que ocurre es que llega un punto siempre en el que me atasco, suele ser a la mitad de la novela, cuando las bases están más o menos sentadas y ya sé desde donde estoy partiendo y hacia dónde quiero ir. Para continuar con el esquema suelo necesitar ponerme a escribir y llegar a ese punto para, a partir de ese momento, continuar con mi mapa.

Así que, sí, podría decirse que soy un escritor de mapa.

Lo que ocurre es que normalmente nunca sé cómo va a acabar una novela. Con Equilátero, por ejemplo, me ha pasado. No ha sido hasta que casi tenía terminada la segunda parte (de tres) que no he sabido exactamente el final que necesitaba. Bien es cierto que tenía una selección de finales diferentes (ah, los poderes de la combinatoria. Nunca pensé que aquellas horribles matemáticas de COU fueran a servirme para algo) pero no tenía ni idea de cuál iba a elegir. De alguna manera, podríamos decir que el final lo eligieron los propios personajes. O el propio personaje catalizador del final. Y lo más fuerte es que, mientras releía la novela para su corrección (tediosa y desesperante a más no poder y que, supongo, que requerirá de una nueva incursión por mi parte en ese mar de letras que tanto me ha costado y sobre el que tantas dudas tengo) más me iba sorprendiendo de las pistas que iba dando acerca del final que había elegido. Sé precisamente que ese es el final correspondiente porque todo lo escrito apunta hacia ahí. A veces no puedo dejar de sorprenderme por la fuerza del subconsciente.

Así que ahí me teníais hasta la entrevista de Martin, sin saber decidirme, sin tener ni idea de si uno era un escritor de mapa o de brújula. Supongo que queda mucho mejor decir lo segundo, que uno no sabe a dónde va a llegar, que es mucho más divertido ver hacia dónde te llevan los personajes, que si uno sabe de antemano qué es lo que va a pasar, pues la tarea de escribir pierde gracia... Pero, no sé, no acaba de convencerme esa visión del asunto.

Para mí, escribir es una cosa un poco metódica. Necesita de preparación, organización y mucho trabajo previo a la propia escritura. Por eso no acabo de creérmelo, no acabo de creerme a los escritores que se dicen con brújula. De alguna manera es imposible que sin un pequeño mapa trazado salga una historia coherente. Adoro atar cabos, adoro dar pistas, adoro dar pequeñas pinceladas a lo largo de toda la novela que, para mí, sería imposible dar de no caminar con un mapa bajo los ojos. A mí, por ejemplo, no hay cosa que más me guste que cogerme el Ipod y ponerme a caminar mientras dibujo una y otra vez en mi cabeza las escenas que tengo que escribir. Pero no, no penséis que uno se pone a caminar porque sí, que uno no es tan... ¿cómo llamarlo? ¿bohemio? Cuando me refiero a caminar, me refiero a ir de un sitio a otro porque tengo la necesidad de hacerlo. Se llama optimización de tiempo.

Por eso me gustó lo que dijo Martin acerca de este proceso. Dijo que, para él, escribir era como un viaje. Sabía de dónde partía, sabía hacia dónde tenía que ir y por dónde tenía que pasar y a dónde quería llegar al final, pero lo que no sabía eran las anécdotas que iban a ocurrir durante ese viaje.

Me encanta la afirmación. Define a la perfección el concepto que yo tengo de todo este asunto. Precisamente porque esas anécdotas son las que me gusta escribir. Bueno, no nos engañemos, es cierto que cuando me planteo una novela hay una serie de escenas (dos, tres, cuatro a lo sumo) que me muero por escribir y que son el eje central de la misma, las que tengo claras desde el principio y casi la razón principal por la que quiera escribir esa historia, más que nada, bueno, porque esas escenas son la historia en sí. Lo que ocurre es que, luego, al final, esas escenas nunca quedan tal cual las habías pintado en tu cabeza. Unas veces porque en tu cabeza son tan geniales y quedan tan de puta madre que cualquier cosa que tú escribas no va a ser capaz de estar a la altura ni de coña, otras porque ya no pegan y quedan como un pegote que, al final, tienes que quitar en la revisión (me ha pasado, una pena, aunque luego me he guardado esas escenas para futuras novelas. ¿Quién sabe?)...

Así que, sí, me encanta escribir esas anécdotas del viaje de las que habla Martin. Son las que me ayudan a conocer a los personajes, a darles vida. Son esas pequeñas cosas cotidianas que, quizá no son importantes a la hora de la trama principal, pero que son fundamentales en el dibujo del personaje y sus relaciones con los otros personajes.

Además me encanta la metáfora: Escribir una novela es como un viaje. Nunca mejor dicho, señor Martin.

Y hablando de viajes, mañana me marcho a Venecia. No me esperéis levantados.

miércoles, 16 de julio de 2008

¡Vaya!

¿Que cómo ha llegado mi nombre ahí? No tengo la menor idea.


En la sección de Cultura del diario Expansión, el sábado 28 de Junio de 2008.

sábado, 12 de julio de 2008

Ya se terminó

Bueno, desde ayer estoy oficialmente de vacaciones. No veía el momento en que llegara este momento y ahora es como si no fuera capaz de asumirlo. Comprendo perfectamente que es mucho más duro ser opositor que tribunal de oposición (no hace tanto que estuve del "otro lado") pero desde luego esta ha sido una experiencia más que agotadora mental, física, emocional y psicológicamente. Lo que está en juego para todos (un puesto de trabajo, credibilidad profesional, la inclusión de buenos profesionales en el sistema educativo...) es demasiado grande. El futuro, en definitiva.

Así que, sí, es duro. Por eso, porque sé que es duro y que una de las partes más duras para el opositor que no tiene éxito es no saber qué ha hecho mal y por qué ha fallado (es frustrante que uno se haya esforzado al máximo y acabe sin saber qué parte de ese esfuerzo ha dado sus frutos y qué no) y porque en este tiempo que ha durado el proceso las visitas a este blog han aumentado considerablemente a través de búsquedas en google de mi nombre desde Extremadura y porque muchos de los candidatos han incluído partes de literatura en sus exposiciones, intuyo que más de uno se ha pasado por aquí para conocer quién era el que tenía delante y cómo tenía que enfrentarse a él, invito a todo aquel a quien haya examinado y no sepa en qué ha fallado a que, cuando acabe finalmente todo el proceso y se sepan los resultados de forma oficial, me escriba un correo para preguntarme. Estaré encantado de ayudar, porque considero que esa es la continuación de mi labor. Al fin y al cabo, dedico una gran parte de las horas de mi día a la docencia y puede que esa experiencia ayude a otros que quieran dedicarse a lo mismo. Mi correo está en el perfil. Muchos me conocéis y habéis visto cómo nos hemos portado, así que no dudéis en preguntarme, estaré encantado de poder echaros una mano en la medida en que me sea posible.

He dicho.

Y ahora, al trapo. No he escrito nada. Pero nada con mayúsculas. Así: NADA. Y dudo que en los próximos días pueda hacerlo debido al cansancio mental del que estoy haciendo gala últimamente. Además, estoy enganchadísimo a Festín de cuervos del magnífico, maravilloso, genial, increíble y poco valorado fuera de su círculo (como muchos genios) George Martin (novela que ya empecé en inglés precisamente en el año de las oposiciones pero que, por el mismo tipo de agotamiento, preferí dejar porque estaba de inglés hasta las mismísimas pelotas. Así que no veo la hora de que llegue el momento piscina y yo pueda tumbarme a la bartola con mi librito y marcharme a Asshai o a Lannisport.

Espero volver a ponerme a la tarea en breve. Tengo una novela juvenil que me está encantando escribir a medias. Bueno, a medias es un decir, llevo poco más de la cuarta parte, pero estoy disfrutando tanto, tantísimo con ella, que quiero que se me quite el cansancio ya (para eso, he decidido darme un capricho y esta tarde voy a que me den un masaje oriental que acabe con todas mis jodidas contracturas de la espalda. La de sacrificios que tiene que hacer uno por la escritura...). Y como os he tenido muy abandonados, aquí va un pequeño avance de la novela.


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El título. ¿Acaso pensáis que os iba a dar más? No, señores, que uno sigue siendo un poco pudoroso a pesar de toda la bilis que suelta en este blog. La novela se titulará Ne Obliviscaris (No me olvides) y ya tengo registrada la mitad en el registro intelectual, que como he mandado lo que llevo a algunas personas y uno, aparte de pudoroso, es desconfiado por naturaleza, pues no se fía mucho de la circulación de archivos por estas ondas y estos cables interneteros.

Y también le he mandado a mi agente la versión corregida (bueno, la primera versión corregida, que imagino que no se habrá terminado el proceso porque me conozco) de Equilátero y estoy que me muerdo las uñas porque hay días que sigo pensando que la novela es buena, que dice cosas interesantes y que tiene personajes apasionantes (¡cómo me quiero!) y días que pienso que he escrito un truño infumable de casi trescientas cincuenta páginas. En fin, qué dura es la vida del bipolar.

¡He vuelto!