viernes, 28 de marzo de 2008

Las rosas son rojas, las violetas azules

Odio escribir poesia. Me hace sentir vulnerable, débil, frágil. Cuando me han hecho escribir un poema, o cuando he experimentado escribiéndolo yo, he acabado con una sensación muy desagradable. Es como un desnudo literario (y eso que yo, por lo general, soy bastante exhibicionista). No me gusta. Con la poesía, por mucho que lo intente, acabo siendo yo mismo, incluso aunque el sujeto lírico sea otro (o los demás piensan que cuando escribes poesía, hablas de ti mismo, así que me da igual, si ellos lo creen, cuanto más haga por contradecirles, más lo creerán).

La poesía me deja desnudo, me drena mucho más que la prosa, donde me siento más libre e impersonal. No tengo alma de poeta, qué le vamos a hacer. Y, sí, soy muy consciente de que haciendo esta afirmación, la legión de fans del Fer oscuro, misterioso, poeta y sexy se borrarán de la lista. C'est la vie...

Si puedo evitar escribir poesía, lo hago. Se produce una reacción tan de rechazo entre el papel y yo que acabo rechinando los dientes hasta tal punto que luego pierdo esmalte y, veréis, no está la economía como para que yo vaya gastándome el sueldo en dentistas...

Supongo que todo esto tiene que ver con las razones por las que escribo. No sé. He escuchado infinidad de veces que hay gente que escribe para encontrarse a sí mismo, que a través de la escritura acaba conociéndose mejor. Yo no (aunque ese sea un efecto colateral). Creo que escribo por todo lo contrario: Escribo para escapar de mí.

¡Que no cunda el pánico, señores!

No es que me odie y no me guste, ni ntengo ningún complejo ni nada por el estilo, no. Simplemente uno, que es así de egoísta y le fastidia tener solo una vida. Hubo un tiempo en el que quise ser actor. Más o menos por las mismas razones. Yo era de los que estaba en el grupo de teatro del instituto y disfrutaba horrores. No sé por qué no continué por ese camino, supongo que tuvo que influir que como uno, que además de egoista es ambicioso, descubrió que con su metro y medio (centímetro arriba, centímetro abajo, no vamos a ponernos exquisitos ahora) poco iba a hacer en Hollywood y, bueno, intentar algo para estar abocado al fracaso desde el principio, pues como que no merecía la pena tanto desgaste emocional.

Estar sobre un escenario me hacía sentir grande, importante. Adoraba (y sigo adorando) la explosión de adrenalina, el pitido de la sangre en los oídos, la transformación a la que me sometía cada vez que interpretaba un papel (otra cosa que tengo que reconocer es que los aplausos me ponen, ¿qué le vamos a hacer?). Pero no fue suficiente. Yo quería más. Llegó un momento en el que descubrí que, una vez que ya me había aprendido el papel de memoria y había automatizado la representación, la sensación perdía intensidad y me convertía en un mero reproductor, alguien que decía las palabras y hacía los gestos que había escrito otro o que le decían que hiciera.

Yo quería más.

Supongo que, de alguna manera, fue así como llegué a la escritura. Entre mis múltiples vocaciones (durante la adolescencia, ya sabéis, pasé de profesor a astronauta, de músico a matemático y de científico a médico, pasando por actor porno, que ya sabéis que todo adolescente que se precie ha querido serlo unas cuantas veces) está la de ser dios. Sí, señores, uno también es así de poco exigente consigo mismo.

Es electrizante, como una droga, esa sensación que uno tiene cuando parece que la historia se escribe sola, que te la están dictando desde algún sitio invisible y que tú simplemente tienes que limitarte a cerrar los ojos y dejarte llevar. Creo que, junto a la del orgasmo y la del buen desayuno, es la sensación que más me gusta en el mundo. No la cambio por nada. Porque además luego está lo que viene detrás, lo de ser Creador, lo de ser tú mismo el que vas tejiendo los hilos, el de ser el que toma las últimas decisiones, el de ser el ejectutor, el juez, el fiscal y el abogado al mismo tiempo y tener en tus manos el destino de personajes a los que les ha llegado un momento en que han dejado de serlo, transofrmándose en verdaderas personas para ti.

Quiero vivir millones de vidas. No me conformo solo con una. No hay día que pase que no me encapiche con una personalidad, con un estatus, con una situación, con un detalle. Quiero hacerlo mío, quiero vivirlo, experimentarlo, sentirlo, palparlo. Quiero hacerlo todo, absolutamente todo. Hay veces que incluso me agobio porque soy consciente de que no podré ir nunca a la Luna (incluso a pesar de quedarme todo el planeta tierra por visitar). Es una sensación frustrante, porque sé positivamente que no tendré tiempo para ser todo lo que quiero ser.

Por eso solo me queda escribirlo.

Y aun a pesar de todo eso, hay veces que me da por hacer de poeta.

(Pero, ojo, casi siempre bajo prescripción médica, que en mi caso se resume a prescripción de Pilar Galán, escritora, Maestra y amiga)

martes, 25 de marzo de 2008

Come from the hills where your hirshels are gracing / Come from the glen of the buck and the roe

No me extraña que los poetas románticos se quedaran flipados con el paisaje de las Islas Británicas y acabaran escribiendo odas, poemas, himnos y baladas a lo que les rodeaba.

Acabo de llegar de mi periplo por tierras escocesas y, aunque yo era más bien de la novela victoriana, tengo que reconocer que he aprendido a valorar un poco más la locura de esos poetas (y su opio, claro) y el amor que sentían por los paisajes que les vieron crecer. No digo que no me gustaran, de hecho, si una de mis asignaturas preferidas de la carrera fue la literatura del XIX no fue solo por la novela, sino también por los románticos (y eso que yo siempre me he considerado un poco neoclásico) pero, en fin, es un poco difícil de entender ese amor tan exagerado que sienten por la naturaleza si eres extremeño y, bueno, lo más verde que has visto es esa llanura verde casual de cuando ha llovido la noche antes.

Así que me emocioné en las colinas de las Highlands mientras escuchaba la banda sonora de las Crónicas de Narnia, descubrí lo que es el verdadero frío en Loch Lommond esperando a que me hicieran una foto, disfruté en Edimburgo como si fuera la primera vez que iba, eché de menos a quien tenía que echar de menos y disfruté de la compañía de aquellos con los que iba, me sentí como en casa (igual que cada vez que voy al Reino Unido) y deseé mudarme de nacionalidad (así de chaquetero que es uno y así de poco en serio se toma estos temas), leí y escribí en el avión (a mano, veremos a ver si luego me entiendo la letra), organicé temas y asuntos de la próxima novela en esas largas esperas de autobús y aeropuerto y, en definitiva, decidí escribir esta entrada insulsa para daros envidia y anunciar mi regreso.

He vuelto.

martes, 11 de marzo de 2008

Imperfecciones I

A veces, cuando estás escribiendo una novela, te encuentras con que hay un personaje que destaca más que el resto, no por su función en la historia (porque en mi caso, teóricamente y si lo estoy haciendo bien, su función es la misma que la de los demás) sino porque, de pronto, hace algo, piensa algo, se transforma en algo y te deslumbra.

Si encima eres alguien a quien le gustan los excesos, que adora las imperfecciones y que, otra cosa no, pero hacer sufrir a sus personajes es algo con lo que disfruta mucho mucho más cuando lo hace de forma cómica), ver cómo salen airosos de esas pequeñas, llamémoslas, putadas (sin las que, para qué nos vamos a engañar, no habría historia), y se superan a sí mismos es algo que me encanta. Ver cómo sin ser perfectos y siendo conscientes de sus limitaciones se las arreglan y se las ingenian para darme por culo y subirse en el pódium es algo por lo que pagaría.

Aparte de exagerado y contradictorio soy masoca, ¿qué le vamos a hacer?


Me pasó con Carlos en CarPa, que hacía que estuviera enganchado a mi propia novela porque por más putadas que le hacía, el cabrón sabía cómo salir del paso (con mucho dramatismo, ironía y un poco de pateticismo, pero salía. Y yo me reía horrores). Lo mismo también me ha pasado con Patrick, uno de los tres protagonistas de Equilátero.

Querer a un hijo tiene que ser increíble de grande. No lo sé porque no tengo ninguno y, sinceramente, ni intenciones de que eso ocurra, pero tiene que parecerse a esto de querer a un personaje, digo yo. Los quieres primero porque son tuyos. Y después porque dejan de serlo en cierta manera.

Fue lo que me pasó con Carlos en CarPa, que de alguna manera me cayó tan bien, que me gustó tanto su visión del mundo y, sobre todo, cómo la contaba, que acabé queriéndole como si fuera alguien de mi familia. Solo que no. Es algo diferente, pero creo que querer a un personaje tiene que parecerse mucho. No sé. Digo yo.

A veces es un riesgo que tienes que evitar que ocurra. O, al menos, tienes que ser muy consciente de que te ocurre para no ceder a tus instintos y darle más protagnismo que el que debes darle.

De todas maneras, no me pasa con todos mis personajes, cla
ro. Bueno, con CarPa creo que sí, pero es que para mí fue imposible no cogerle cariño a esa panda. Creo que en gran parte es por eso por lo que me gustaría que se acabara publicada. Por ellos, es como darles el don del nacimiento o algo parecido.


Pero, en fin, ahora quien es el objeto de mis pasiones creativas es Patrick. Tengo que reconocer que, al principio, ponerme detrás de su punto de vsita resultaba agotador, yo no tengo tanta energía ni de coña, pero luego ha sabido ir conquistándome y es el personaje que más me ha sorprendido de los tres. Quizá por ser el más imperfecto. Y no solo eso, porque Elisa y Allan (los otros dos protagonistas) también lo son, y mucho. Pero Patrick es consciente, juega con esa imperfección, le saca partido, se regodea en ella y no le importa. Es más, la potencia. Eso me gusta, me ha sorprendido en bastantes ocasiones. Y encima luego cambia. Sigue igual, pero cambia. Adoro el cambio que se produce en él y cómo se aprovecha de las circunstancias. Por supuesto que no creo que sea buena persona (¿Alguien es buena persona en Equilátero?) pero desde luego sí que le convierte en el personaje más atractivo.

Tenía muy claro cómo era antes de comenzar la novela. De hecho, durante el verano pasado, para irme acondicionando, les hice una entrevista enorme a cada uno. Fue muy divertido, y además aprendí mucho porque como la novela está contada desde los tres puntos de vista en primera persona, aprendí a ver cómo hablaba cada uno, cómo se expresaba y en qué cosas se fijaba. En la novela digo constantemente que si Patrick tiene miedo a algo, entre otras cosas, es a crecer. Sabía de la existencia del complejo de Peter Pan, por supuesto, pero imaginaos cuál sería mi sorpresa cuando, a mitad de noviembre, durante el NaNoWriMo,cuando llevaba más o menos la mitad de la primera parte de la novela, me encuentro con esto en la wikipedia:

El complejo de Peter Pan se caracteriza por inmadurez o por ciertos problemas psicologicos, sociales y sexuales. El tipo de personalidad en cuestión, normalmente masculina, es inmadura y narcisista. Mucho más, las características de un "Peter Pan" incluyen atributos tales como irresponsabilidad, rebelión, carácter explosivo, dependencia, narcisismo, manipulación y la creencia de estar por encima de las normas.

No os podéis imaginar la cara que puse. Esas y exactamente esas eran sus características. Las que yo tenía pensadas y las que fueron surgiendo a medida que iba avanzando con la novela, como si así tuviera que ser y no pudiera ser de otra manera. Para qué engañaros, fue uno de esos momentos en los que uno cree que lo está haciendo bien.

Duró poco, no os asustéis.

Así que si el otro día estaba hablando de lo que me gusta la imperfección en mis personajes, ya os podéis hacer una idea de hasta dónde llega. Escribirle creo que es una de las experiencias que más me están gustando de la novela. Lo que también me está costando mucho y me está generando mucho sufrimiento, para qué nos vamos a engañar. Sobre todo por el desgaste emocional y mental que me produce. Supongo que, en parte, es por eso por lo que cojo la novela con cuentagotas.

Tengo que volver a hacerlo, ya vale de excusas.


No me gusta pensar que fui un rebelde sin causa porque a pesar de la imagen que daba no lo era. En absoluto. Ni siquiera creo que supiera lo que era ser rebelde. Era un adolescente pagado de sí mismo que pensaba que, con sólo chasquear los dedos, podía tenerlo todo. Me quería mi familia, me querían mis amigos, era admirado en el colegio, tenía a las chicas que me daba la gana con sólo mirarlas y hablarles un rato. Sentía que nada costaba trabajo. Ni siquiera las notas. Creía, y efectivamente era así para mí, que todo era muy fácil. Si hubiera querido rebelarme ante eso, habría estado absolutamente gilipollas.
(Patrick. Capítulo 2. Equilátero - 2007)

(En la foto, Jonas Armstrong, el actor que elegí para encarnar al personaje y así ayudarme en sus descripciones físicas. Pero no soy yo quien tiene que hablar de castings mentales y del método y de lo que ayudan y de lo que nos gustan y de todo lo demás. Es una entrada que nos debe Adhara y para lo que este paréntesis funciona: es una directa en toda regla)

miércoles, 5 de marzo de 2008

De vuelta con el tema

Como aparte de seguir con Equilátero estoy empezando con el esquema de Buskers: Con la música a otra parte, el argumento que me traje de Londres (que creo que será el que finalmente utilice para el NaNoWriMo del año que viene) y el otro día fui al cine a ver la de las Hermanas Bolena y pensé que a mí me habría gustado escribir esa historia, le estoy dando bastantes vueltas a esto del género en el que me siento más cómodo y la verdad es que me sorprendo con las vueltas que dan las cosas y con lo que cambiamos a lo largo del tiempo.

Antes, y cuando digo antes, nos remontamos a hace mucho tiempo en una galaxia muy muy lejana, al imaginarme como escritor me imaginaba escribiendo novelas históricas o fantásticas, la verdad. Es lo que tiene haber vivido (y seguir viviendo) en una ciudad con un entorno medieval precioso y soñar con un caballo, una espada y una capa, que mi juego preferido fuera perderme con mi hermano y con mi prima por la ciudad medieval y que mis historias preferidas fueran las que me contaba mi abuela, que cmo era la secretaria del alcalde, había tenido la oportunidad de entrar en los pasadizos que iban de un palacio a otro y a mí, qué queréis que os diga, se me ponían, no ya los dientes largos, ¡es que rayaban el parqué y mis babas lo encharcaban! Me moría por los cuentos clásicos, los reconstruía, hacía mis propias versiones, las grababa en un casette con mi hermano, los volvía a escribir, hacía dibujos... Definitivamente, si yo me veía cmo escritor me veía escribiendo una novela histórica. O incluso fantástica, aunque a mí Tolkien o la Dragonlance me aburran soberanamente, para qué os voy a engañar.

A pesar de eso, mi libro preferido es Olvidado rey Gudú, de Ana María Matute, una mujer a la que admiro, adoro y que hará que se me salten las lágrimas el día que la conozca. Creo que no se ha creado todavía una novela que diga tanto, tantísimo, y que me emocione más. La he leído dos veces (la primera vez con dieciséis años y la segunda con veintidós) y todavía tengo la sensación de que hay un millar de cosas que se me escapan, de que la novela está creciendo conmigo y de que la próxima vez que la lea, seguramente me deje cosas en el tintero de nuevo.

Pero el caso es que no me gusta la novela fantástica de héroes, brujos, luchas, poderes, nombres extraños y mitologías diversas pero en el fondo todas iguales. No me entendáis mal, adoro la fantasía. Pero ha llegado un momento en el que no veo fantasía novedosa en ningún sitio. Todo el mundo intenta ser un Tolkien o algo por el estilo y, la verdad, yo creo que está todo dicho. A excepción de Martin, por supuesto. George Martin ha creado algo tan grande que no soy capaz de describirlo. Ni siquiera sé si definirlo fantasía.

Pero no es esto de lo que yo quería hablar, aunque tenga que ver. Si escribiera fantasía, quizá se pareciera más a Harry Potter (que me encanta) que a Tolkien y compañía. A Martin ni se me ocurriría imitarle en ningún sentido. ¿Por qué creo que se parecería más a Harry Potter que a otra cosa? Pues yo creo que básicamente por los personajes. Aunque algunos secundarios de esta saga no se caractericen precisamente por su profundidad, sí que veo una evolución en los personajes principales, sí que son personajes de alguna manera redondos, tienen una evolución, cambian y se nos presentan como humanos de carne y hueso, yo ceo que es por eso por lo que han gustado tanto entre los adolescentes (y no tan adolescentes). Las otras novelas fantásticas adolecen de esto, se limitan a presentarnos estereotipos y, a mí, sinceramente, acaban aburriéndome soberanamente. Pero no solo ahora, sino que durante la infancia y la adolescencia también.

Creo que esa es una de las razones por las que no escribiría fantasía (aunque este verano planee ponerme con El traficante de recuerdos, que a pesar de mis reticencias, tiene un poco de trasfondo fantástico y que me gustaría presentar al Gran Angular si me da tiempo, pero que, en definitiva, trata de personajes), a mí me gusta hablar de personas, no de otras cosas. Y además, siendo fiel a mi condición de contradicción andante, también le tengo cierto respeto al género y no me veo capaz de hacer algo digno, ya que a mí lo que hay me parece indigno. Otra cosa es que yo fuera Adhara, claro, pero desgraciadamente no lo soy ni escribo como ella.

Me gusta hablar de personajes, de lo que son, de lo que sienten, de que les gusta desayunar cereales con leche y echarles un chorrito de licor sin que nadie se entere, por poner un ejemplo. No hay nada que me guste más del momento previo a escribir una novela que el de la creación de personajes, de esa ficha imaginaria llena de costumbres, tics, canciones preferidas, películas favoritas, manías y otras chorradas que seguramente no aparezcan en la novela pero que te van a ayudar a darle forma al personaje y hacerle vivo en tu cabeza. Por ejemplo, tengo muy claro que Carlos, el protagonista de CarPa, idolatra a Bruce Springsteen, pero creo que eso no sale en ningún momento de la novela y sin embargo, ese mero dato a mí me ayudó muchísimo para darle caŕacter. Así que creo que esa es otra de las razones por las que me siento más cómodo con mis pequeñas grandes tragedias que con otra cosa. Y por eso estoy volviendo a disfrutar tanto de la organización de mis cuatro personajes principales de Buskers. No son perfectos. Y no hay nada que me ponga más que la imperfección.

Claro, que de hasta dónde pueden llegar estas imperfecciones hablaremos en otra ocasión. Aparte de contradictorio, también soy exagerado.