Últimamente a la hora de ponerme a escribir hay un tema que me obsesiona más de lo normal. Concretamente desde que me puse a escribir Equilátero (esta novela me está trayendo más quebraderos de cabeza de lo que imaginaba en un principio. A todo esto, estoy a cuatro capítulos de terminar la segunda parte).
Cuando me puse a escribir la novela me dio la sensación de que mi vocabulario era una mierda. Un tema que me obsesionaba (si titulo esta entrada obsesiones es por algo) era la contención. Por el tipo de historia que cuento, hubiera sido muy fácil para mí haber caído en el melodrama (no quiero decir que no haya caído, mucho me temo haberlo hecho) y quería ser lo más aséptico posible. Mucho más teniendo en cuenta que la novela estaba contada desde tres puntos de vista diferentes. En uno de ellos, quizá, podría haberme permitido un poco de melodrama y dramatismo, pero no en los otros dos, porque, para empezar, no todos vemos las cosas de la misma manera y, bueno, en fin, para eso están los tres puntos de vista, ¿no?
Pues lo dicho, al obsesionarme con la contención, me obsesioné con las palabras. Pero no, no os confundáis, que esto no es un alegato panfletista porque hoy es el día del libro. Me refiero a que me obsesioné de verdad. Intento que el Mounstro (como lo llama Ruth), ese crítico interior insobornable que todos llevamos dentro, no se apodere de mi persona mientras lo hago. Y, de alguna manera lo consigo. Cuando llevo un rato escribiendo y me meto en la historia, son las voces de los personajes las que me hablan y pisotean la suya.
Es luego cuando releo lo que he escrito cuando me doy cuenta de lo que os he dicho un poco más arriba acerca de mi vocabulario. Odio la palabra cosa, la palabra extraño y muchas otras más de las que ahora mismo no me acuerdo pero que generan en mí un sentimiento tan rabioso que me dan ganas de apretar los dientes y dejar de respirar. Ea. Porque uno es así de maduro.
Para paliarlo uso el Casares o el de Fernando Corripio pero aun así me siento atado de pies y manos. Impotente. Me da la sensación de que cada palabra que uso es transparente, está vacía, que no dice nada.
Supongo que es por eso por lo que no me gusta escribir cuentos. Lo hago, sí, porque generan satisfacción a corto plazo y porque hay historias que no pueden contarse de otra manera. Pero eso no quiere decir que me guste hacerlo. En un cuento, tal y como yo lo entiendo, no puede sobrar ni puede faltar una sola palabra. El estilo, por su brevedad, queda mucho más patente, es mucho más evidente que en otro tipo de texto en prosa. Un cuento tiene que retumbarte en los oídos, en las retinas. Para que me guste un cuento tengo que sentir que está perfecto, que está hecho con conciencia de historia y de estilo. Por eso me cuesta tanto hacerlos. El Mounstro está mucho más despierto cuando escribo un cuento que cuando estoy con una novela. Con la novela me da la sensación de que es mucho más fácil engañar a los lectores (tan listo que me creo que soy) porque la obra es más amplia y a veces trozos tediosos son necesarios (bueno, realmente no, pero es como yo me consuelo).
Y ya no solo son las palabras. Hoy mismo leía que los críticos, entre otras cosas, han puesto verde la nueva novela de Ruíz Zafón (no he leído ninguna de este autor, por lo que no puedo opinar, pero mi sentido común me dice que aparte de toda la propaganda comercial, publicitaria y de márketing, algo bueno tiene que tener para que le guste a la gente, ¿no? No creo que todo el mundo sea tan tonto, ¿no?) porque en ella encontramos escrita cosas como "ojos inyectados en sangre" y entonces yo me he puesto a revisar y he visto dos pares de ojos inyectados en sangre en mis dos novelas para adultos y, no sé, me ha dado la sensación de que ha vuelto a quedar patente mi obvia falta de vocabulario porque yo no sé decir esa expresión de otra manera que no sea esa, y para eso sí que no hay diccionario que me salve.
Cuando me puse a escribir la novela me dio la sensación de que mi vocabulario era una mierda. Un tema que me obsesionaba (si titulo esta entrada obsesiones es por algo) era la contención. Por el tipo de historia que cuento, hubiera sido muy fácil para mí haber caído en el melodrama (no quiero decir que no haya caído, mucho me temo haberlo hecho) y quería ser lo más aséptico posible. Mucho más teniendo en cuenta que la novela estaba contada desde tres puntos de vista diferentes. En uno de ellos, quizá, podría haberme permitido un poco de melodrama y dramatismo, pero no en los otros dos, porque, para empezar, no todos vemos las cosas de la misma manera y, bueno, en fin, para eso están los tres puntos de vista, ¿no?
Pues lo dicho, al obsesionarme con la contención, me obsesioné con las palabras. Pero no, no os confundáis, que esto no es un alegato panfletista porque hoy es el día del libro. Me refiero a que me obsesioné de verdad. Intento que el Mounstro (como lo llama Ruth), ese crítico interior insobornable que todos llevamos dentro, no se apodere de mi persona mientras lo hago. Y, de alguna manera lo consigo. Cuando llevo un rato escribiendo y me meto en la historia, son las voces de los personajes las que me hablan y pisotean la suya.
Es luego cuando releo lo que he escrito cuando me doy cuenta de lo que os he dicho un poco más arriba acerca de mi vocabulario. Odio la palabra cosa, la palabra extraño y muchas otras más de las que ahora mismo no me acuerdo pero que generan en mí un sentimiento tan rabioso que me dan ganas de apretar los dientes y dejar de respirar. Ea. Porque uno es así de maduro.
Para paliarlo uso el Casares o el de Fernando Corripio pero aun así me siento atado de pies y manos. Impotente. Me da la sensación de que cada palabra que uso es transparente, está vacía, que no dice nada.
Supongo que es por eso por lo que no me gusta escribir cuentos. Lo hago, sí, porque generan satisfacción a corto plazo y porque hay historias que no pueden contarse de otra manera. Pero eso no quiere decir que me guste hacerlo. En un cuento, tal y como yo lo entiendo, no puede sobrar ni puede faltar una sola palabra. El estilo, por su brevedad, queda mucho más patente, es mucho más evidente que en otro tipo de texto en prosa. Un cuento tiene que retumbarte en los oídos, en las retinas. Para que me guste un cuento tengo que sentir que está perfecto, que está hecho con conciencia de historia y de estilo. Por eso me cuesta tanto hacerlos. El Mounstro está mucho más despierto cuando escribo un cuento que cuando estoy con una novela. Con la novela me da la sensación de que es mucho más fácil engañar a los lectores (tan listo que me creo que soy) porque la obra es más amplia y a veces trozos tediosos son necesarios (bueno, realmente no, pero es como yo me consuelo).
Y ya no solo son las palabras. Hoy mismo leía que los críticos, entre otras cosas, han puesto verde la nueva novela de Ruíz Zafón (no he leído ninguna de este autor, por lo que no puedo opinar, pero mi sentido común me dice que aparte de toda la propaganda comercial, publicitaria y de márketing, algo bueno tiene que tener para que le guste a la gente, ¿no? No creo que todo el mundo sea tan tonto, ¿no?) porque en ella encontramos escrita cosas como "ojos inyectados en sangre" y entonces yo me he puesto a revisar y he visto dos pares de ojos inyectados en sangre en mis dos novelas para adultos y, no sé, me ha dado la sensación de que ha vuelto a quedar patente mi obvia falta de vocabulario porque yo no sé decir esa expresión de otra manera que no sea esa, y para eso sí que no hay diccionario que me salve.