viernes, 19 de febrero de 2010

Profesores de lengua (¿y literatura?)

Después de llevar varios años trabajando en un instituto me he dado cuenta de una cosa: La mayoría de actividades relacionadas con la literatura en los institutos, se realizan a través del departamento de lengua española.

A mí, como profesor de inglés, es algo que me jode un poquito, porque me veta un terreno que creo fundamental para la educación integral de nuestros alumnos, pero, bueno, lo asumo. Soy profesor de inglés, mi función es otra.

Pero, seamos sinceros, el tema me jode bastante más. Porque una cosa es la teoría y otra muy diferente es la práctica.

Estoy harto de ver cómo los profesores de lengua enseñan sin pasión su supuesto amor por los libros, que no pongan interés en los escritores que nos visitan, que no se hayan leido sus obras, que manden las lecturas sin criterio (o que inviten a pseudoescritoras extremeñas que escriben sobre vampiros pero no y que cometen las faltas de concordancia más grandes que he visto nunca, cosa que demuestra que no se han parado a informarse un poquito, que no se han molestado en comprobar cómo está escrito lo que ha escrito la persona a la que invitan. Un poquito de criterio, por favor. El terruño no es lo primero ni en la literatura ni en nada. Apertura, señoras y señores, que no duele), que no se actualicen ni un poquito...

Ojo, esto no es una crítica a mis compañeros. Conozco a muchos que aman los libros como se supone que tiene que hacerlo un profesor de lengua. Pero eso no quita que me plantee varias cosas.

No sé, mi experiencia me ha hecho ver que los profesores de lengua son eso, profesores de lengua. Y se limitan a eso, a enseñar lengua española. Que, sí, que está muy bien. Pero ¿dónde está la literatura?

Quizá sea un idealista (bueno, quizá no, es un hecho ratificado, soy un idealista del copón). Con muy pocos con los que he hablado, compartían mi amor por los libros. Y mi gusto por la literatura viene de antes de que descubriera que me gustara escribir. Yo me hice filólogo porque me gustaba la literatura, no enseñar lengua. De hecho, escogí filología inglesa porque me gustaba la literatura inglesa más que la hispánica.

Mi primera decepción vino al estudiar la carrera. Como ya he contado, la literatura parecía más un trámite que algo por lo que apasionarse. Nunca vi a uno solo de mis profesores en el teatro, No les vi jamás en ninguna de las obras escritas por su amado y requetestudiado y requeteanalizado (por ellos) Shakesperare y que anualmente venían a Cáceres y por las que por la mera perspectiva de verlas yo me emocionaba. Nunca lo comprendí.

Luego, al trabajar en un instituto, mi perplejidad fue en aumento, porque parecía que el amor por la literatura solo lo tenía yo por creerme escritor, no por ser filólogo. Y creo que es un razonamiento completamente erróneo ya que me hizo preguntarme por qué habían estudiado aquella carrera. ¿Por amor a la sintaxis? ¿por amor a la morfología?

Sinceramente, como adulto, sé que hay muchas filias y que te pueden poner muchas cosas y uno es abierto y tal y acepto que cada cual se excite con lo que quiera, pero, no sé, ¿ni una mención a los libros? ¡Conozco a muchos profesores de lengua que no leen (pero juegan al paddle, eso sí)!

No lo entiendo. No lo concibo. No me entra en la mollera.

Y me indigno y me ofendo y me cabreo y me enfado y no respiro.

Si nosotros no leemos, si no tratamos con respeto a la literatura, ¿cómo coño vamos a meterles esa idea en la cabeza de nuestros alumnos? Me consta que durante mis años de docencia yo, en mis horas de inglés, he hablado más de libros que muchos profesores de lengua.

¿Tiene sentido?

Lo siento, pero para mí no.

Luego, cuando resulta que viene el escritor de turno de visita al centro, tú tienes una hora libre, te metes a escucharle y el profesor de lengua te dice que ya que estás ahí tú te encargues de sus alumnos que tiene que ir a nosequé ya acaba por hacer que me explote la cabeza y que se esparzan mis sesos por todo el centro.

Y luego toca limpiarlo.

En fin.

Cuánta incoherencia me rodea.

(al final me he presentado al concurso de microrrelatos de SM, la verdad es que lo hice, sobre todo, porque no escribo. Lo intento, pero no tengo asiento, no soy capaz y mira que tengo ganas, pero necesito saber que tengo todo el tiempo del mundo para hacerlo y no lo tengo, estoy más ocupado que nunca.

Mi intención era escribir uno diario, pero al final solo he escrito uno. Una pena, tenía varias ideas que quedarán en el cementerio de las ideas. A ver si resucitan pronto.

De todos modos, aquí os dejo con el microrrelato con el que me decidí a participar:

sábado, 13 de febrero de 2010

El mecanismo del reloj (I)

Hace un par de semanas me ofrecieron formar parte del comité de lectura para un premio de novela. Y a mí, que la curiosidad me puede y los libros más, no me quedó más remedio que aceptar la propuesta a pesar de no cobrar nada, de que el premio de novela tuviera su sede en otra ciudad y, por tanto, que me tocara desplazarme y a pesar de... a pesar de nada, que acepté encantado (de todos modos, a mí se me soborna fácilmente).

Así que aquí estoy para contaros los entresijos de esto donde me he metido para que así, tanto yo como vosotros, podamos sacar algo en claro.

Cuando llegué a la reunión se respiraba un ambiente estupendo. Nos metimos en una habitación donde había (y no exagero) cerca de cien sobres con sus correspondientes novelas procedentes de todas las partes del mundo, así que nos dividimos en grupos de trabajo y nos dispusimos a abrirlos y catalogarlos.

La cosa era simple, había que comprobar que todas las novelas seguían las bases para después numerar tanto los ejemplares como sus plicas. Pero os sorprendería la cantidad de obras que tuvimos que rechazar porque no cumplían lo dicho en la convocatoria.

Nunca me he planteado el por qué de las bases. Su existencia es lógica. Es igual que en las oposiciones, se trata de que, al menos, en el aspecto meramente formal, todas las obras partan con las mismas posibilidades. Es algo bueno. Es algo positivo. Seguirlas nos hace continuar en la carrera. No hacerlo, nos elimina. Tan simple como eso. Si hay que discriminar, es mejor hacerlo porque no cumplan las bases. Es, simplemente, más justo.

Y nosotros eliminamos las siguientes:
  • Las que no entregaban el número de ejemplares solicitado en la convocatoria. ¿Por qué, si se piden cinco ejemplares, tú mandas tres? ¿Sabes leer?
  • Las que no llevaban las páginas numeradas. Si no lo haces, ¿cómo vamos a saber que cumples con el número de páginas? Si uno de los premios (aparte de la dotación económica, que en este caso es sustanciosa) es la publicación, la editorial que finalmente saque al mercado al ganador, tendrá estipulados el volumen del ejemplar, el número de páginas aproximada. Y no responde a capricho. Normalmente se hace para que la novela ganadora encaje en su catálogo editorial y no destaque ni por encima ni por debajo. No olvidemos que cuando dejamos de escribir y la obra está finalizada, si queremos moverla, tenemos que meternos en un mercado. Y un mercado no es un museo.
  • Las que se excedían en los márgenes. Coño, si te pedimos un número de páginas determinado, lo lógico es que lo cumplas. Pero que lo cumplas bien, leche. Si empiezas a escribir a mitad de página, no estás cumpliendo con las bases. Mucho menos si llegas por los pelos al mínimo de páginas exigido en la convocatoria de esta manera. ¿Sabes? En mi casa, a eso lo llamamos trampa. Claro, que también llaman trampa a cuando yo soy la banca en el monopoly y me hago un préstamo, pero es que tiquismiquis los hay en todos los lados. Incluso en mi familia.
  • Las que no estaban debidamente encuadernadas. Comprendo que nunca entendí bien esto de la encuadernación al presentarme a los premios. ¿Qué es debidamente encuadernada? Pues ahora lo sé. Debidamente encuadernado es toda aquella encuadernación (y con este comienzo podría crear un trabalenguas que seguramente acabara haciéndose famoso) que no permite que se suelten las páginas. Y es que, queridos amigos, encuadernar una novela con grapas no es una buena idea. Digamos que acabas perdiendo, como poco, el final. Y uno no quiere que eso ocurra, ¿no? Así que descalificamos todas aquellas cuya encuadernación era endeble y que tanto impedía el fácil manejo de la obra durante su lectura así como también facilitaba la pérdida de páginas. Señoras y señores, el canutillo es nuestro amigo. Es un poco caro, sí. Pero la amistad siempre conlleva ciertos sacrificios.
  • Por no hablar de esas fuentes enormes, como poco a tamaño catorce, con un interlineado apocalíptico. O por no hablar de esas fuentes liliputienses con un interlineado a juego. No, señores, eso no es cumplir las bases y eso es partir con más ventaja (o desventaja) que aquellas obras cuyos autores se han preocupado por cuidar. No se trata de adaptar algo que ya tengamos para un concurso, coño. Eso nunca suele funcionar. Resulta que lo lógico es que algo que hayamos escrito se adapte. Así de fácil. Así de claro. O de escribirlo directamente teniendo en cuenta las premisas del concurso al que vamos a presentarla. Adaptar no suele salir bien. Si quitamos, porque quitamos. Si ponemos, porque ponemos. Si adaptamos una obra, nuestra decisión tiene que responder a criterios meramente estilísticos, literarios, novelísticos, o como coño queramos llamarlos. No tiene que responder a lo que dice una convocatoria. Si no se adapta, por mucho que nosotros le cambiemos la letra y el interlineado, va a seguir sin adaptarse.
  • Y, por último, aquellas novelas que no eran novelas. Pero ¿tú, que has mandado un cuento de tres páginas, has leído a qué te estás presentando? Por mucho que seas Augusto Monterroso, una obra de tres páginas nunca va a ser una novela. ¿O sí? Me da a mí que no tengo ni idea, pero para eso están las bases. Para no cometer injusticias. A lo mejor eres el precursor de un nuevo género y has creado el maravilloso mundo de las novelas de tres páginas, pero en cualquier caso, tu obra no vale porque no es un certamen para novelas de tres páginas.
Y es que, coño, da pena. Da pena que la gente se haya esforzado en escribir algo, que se haya gastado el dinero en enviarlo desde otros países, que se hayan tomado su tiempo... para nada. Para nada porque no hayan leído cómo tienen que hacerlo. En estos casos, lo siento, pero las normas están para cumplirlas porque en este caso sí que aportan justicia. Quizá sea el único aspecto de los concursos donde sí haya justicia.

Porque después viene el siguiente paso y ahí ya entran en juego otros factores.

Éramos bastantes miembros en el comité de lectura y no es humano (ni justo para el concurso) que todos leamos todas las novelas, más que nada porque no es humanamente posible leer cerca de ochenta novelas (después de eliminar alrededor de veinte) con la atención que se merecen y cumplir los plazos al mismo tiempo, así que nos dividimos en varios grupos. A cada grupo, se le asignó un determinado número de novelas. Las mismas.

Es decir, cada miembro del grupo tendrá que leerse las mismas novelas y seleccionar dos. Y por eso digo que, quizá, la parte de las bases sea la más justa (casi científicamente hablando) en cualquier certamen literario, ya que el siguiente paso depende de la suerte. A lo mejor, de las novelas que me han tocado no me gusta ninguna, pero si alguna de esas novelas hubiera caido en otro grupo dentro del comité, podría haber gustado. ¿Quién sabe?

Pero esa es otra historia que, como decía el gran Ende, deberá ser contada en otra ocasión. Ahora mismo estoy con la lectura de las novelas que me han tocado y tengo que decir que hay de todo. Pero que leerlas, cada uno de los miembros del comité de lectura, las estamos leyendo porque sabemos la responsabilidad que nuestro papel entraña. Queremos que gane la mejor, que nuestra decisión sea irrefutable y, para eso, tenemos que hacerlo con conciencia.

Así que me voy a seguir leyendo. El próximo día, más.